En medio de los barrios populares históricos del oriente de Saltillo queda la mole del Gimnasio Municipal con cierto descuido patente en sus paredes manchadas, peras locas y costales con arreglos a la mexicana. Su atmósfera es sonora por alguna rumbadera de camiones que transitan el periférico, si bien lo que ahí prevalece es el ruido de una percusión rítmica, los jadeos de mujeres y hombres jóvenes, que en algún momento harán ejercicio funcional al ritmo de vallenato, bachata y reguetón.
Poco antes de las 4:00 de la tarde el salón de los pugilistas está abierto. Un solo joven de tez morena, complexión esbelta y desarrollo muscular hace una calistenia que va de levantamiento de rodillas a una combinación al aire de jab-jab-uppercut-jab y sigue con sentadillas, jab-jab-uppercut-jab y vuelve al suelo para una tanda de lagartijas que remata con jab-jab-uppercut-jab…
Un grupo de jóvenes sube corriendo por los escalones, cruzan rápido el salón dirigiéndose al ring que está al fondo y lanzan una mirada de sorpresa ante los invasores de cámara y micrófono, sin saber muy bien cómo actuar. Al fondo, el joven solitario se mantiene imperturbable: jab-jab-uppercut-jab.
A esas horas de la tarde, Óscar Soberón Nakasima ingresa por un lateral del gimnasio municipal, dejando atrás el Tsuru azul, pálido de permanecer al sol desde 1989, para entrar con agilidad enfundado en su pants negro, una bolsa deportiva en la diestra y una Coca-Cola en la siniestra. Atraviesa la duela de la cancha de básquetbol y saluda con media reverencia a quienes se cruza al paso hasta que finalmente llega a la escalera, sube a trote y, de repente, un último jab- jab-uppercut-jab del joven del fondo termina para alinearse, como la veintena de asistentes de miradas inquietas que esperan al profesor, quien parece pasar lista mental. Luego da un sorbo pequeño a su Coca-Cola y con toda solemnidad oriental, hace una reverencia que es respondida por los alumnos como en un dojo karateca.
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El ring se alza en el gimnasio, testimoniando con sus desgastes y pisadas, las jornadas de entrenamiento, cientos o miles quizás de historias. Rodeado de cada objeto acomodado con precisión, como un instrumental de cirugía. El lugar es perfecto para la intervención, porque en ese ring el profesor Soberón ha forjado campeones que a veces llegan a las marquesinas y otras, los han convertido en triunfadores de la disciplina que habrán de poner en práctica en otra actividad.
El entrenador lanza una mirada escudriñadora sobre el gimnasio, al repasar el orden y percatarse de que nada faltara, se dirige hacia uno de sus alumnos, José Luis Moncada, para instruirlo brevemente. El alumno asiente y pone en marcha la clase.
Con pasos serenos, Soberón Nakasima se dirige al ring que esta vez es escenario para contar su historia: la del niño que, en esta ciudad sin parques, jugaba en la calle con su hermano Benito. Pronto se dedicaría al béisbol, futbol, box y otras disciplinas deportivas.
El relato es vibrante cuando recuerda ser seleccionado nacional, escuchar el Himno Nacional Mexicano al centro de un campo donde pitcharía en el Mundial de Béisbol categoría 16-18 años.
Poco después firmó con Acereros de Monclova y cuando ya había conseguido contrato con los Diablos Rojos detonó la huelga de la Asociación Nacional de Béisbol. El paro coincidió con el fallecimiento de su madre, por lo que cayó en una depresión y se retiró del rey de los deportes.
Durante años, Soberón Nakasima rodó por las ciudades del norte, en empleos burocráticos y a veces jugando béisbol en ligas locales. Hasta que en 1993, viviendo en Piedras Negras, conoció al excampeón de boxeo Javier “Shibuya” Díaz. Fue entonces cuando decidió volver a Saltillo e iniciar de cero, creando un sistema de entrenamiento.
Entre el golpeteo de los guantes y la exhalación de los jóvenes, el mánager explica: “Yo nunca les he cobrado, no porque sea rico, creo que soy más pobre que ellos”. Una frase que Soberón recuerda de su padre es “con uno que salve será bien visto a los ojos de Dios”.
Desde entonces entrena a unos 500 niños y jóvenes por semana y, ni cuando han llegado a grandes peleas en el extranjero, les ha cobrado por sus servicios. Su insistencia es en las recomendaciones de su padre, sobre ponerse al servicio de los demás.
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Hace nueve años, Óscar Soberón fue intervenido de la cadera. Le cortaron la cabeza del fémur y le dijeron que jamás podría volver a correr, pitchear o boxear. Tres semanas después corrió la 21K. Esa forma de llevarse al extremo le ha valido una colección de prótesis.
Tiene una placa por la fractura de un seno frontal; una placa de titanio en el fémur; ha tenido hemorragias y una fractura de cráneo, así como una artrosis en la cadera.
El relato de accidentes y lesiones es largo. En cada uno expresa su fe y con ese listado de afecciones la pregunta se hace propicia:
– ¿Por qué elegir el boxeo?
Óscar Soberón asegura que en aquellos años había prejuicios sobre el deporte y su objetivo era canalizar positivamente su práctica. Entre sus orgullos está haber llevado tres veces al campeonato mundial a Mayela Pérez “La Cobrita”, pero la mayor satisfacción fue verla graduarse de licenciada en Educación Física.
La crítica de Soberón es contundente: jamás tuvieron una empresa que les represente lo que ha significado ciertas adversidades: “la empresa es la que te protege, la que hace la función, la que paga todo, te trae la rival y para ganarle pues tienes que, como se dice vulgarmente, matarla, porque si no, la decisión se la van a dar al peleador local”.
Soberón ha tenido campeones nacionales, campeones del estado de Texas y ha dirigido campeones del mundo, los cuales le han pedido apoyo de unirse a su equipo, ha viajado con sus alumnos.
“He viajado por todo el mundo y a lo mejor también es una ganancia que en mi condición económica nunca lo hubiera hecho”, dice.
Sin embargo, dice que lo que importa es que ha podido proporcionar el aparador a jóvenes que nunca pensaron subirse a un avión y menos pensaron que su trabajo lo vieran a nivel mundial, por cadenas de televisión como Fox, ESPN, Televisa y TV Azteca.
Hasta ahora, 11 de sus boxeadores han terminado su carrera universitaria y eso le da orgullo, porque su determinación pasa por la idea de sacar a los jóvenes de los peligros de los barrios.
“Todos creen que el box es solo golpe, pero no, esto es integral, busca formar seres integrales, positivos a su núcleo familiar y, por ende, a la sociedad”.
– ¿Por qué no les cobra?
– Fue una promesa que le hice a mi padre -dice.
A veces se vale de videos para explicar mejor sus propósitos, como aquel en el que muestra la historia de una familia cuyo padre consiguió pintura a crédito, todos pintaron el domicilio y al siguiente día apareció graffiteado. Hace lo mismo con otras formas de vandalismo, la drogas, las actividades delictivas. No entrena para el boxeo hasta que observa disciplina y conducta de los principiantes. Su objetivo:
“Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”.
Y es que las frases que suelta Óscar Soberón durante sus clases son abundantes. Con una de estas, que repite como mantra, finaliza:
“Creo que estoy bien y si estoy mal, le voy a seguir hasta estar bien”.
Hace una reverencia mientras al fondo resuena la combinación jab-jab-uppercut-jab, la rumbadera de camiones que transitan el periférico, los jadeos y el choque de los puños en el costal.
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