Por Alejandro Páez Varela
La historia del mundo nos dice que sobrevivir es el mayor reto de los movimientos sociales emergentes, después del liderazgo fuerte que permitió su creación. Estas fuerzas nacen para responder a emergencias, conducidas por un individuo que los encausa. Pero una vez alcanzados los primeros objetivos, entre ellos el de contener la amenaza, viene un estadio clave que es mantener la unidad.
Sirve el ejemplo de la muerte de Tito en Yugoslavia, que partió los Balcanes en regiones con visiones encontradas que fueron a la guerra porque su idea de nación se desmoronó: se basaba en una sola persona y no en intereses comunes. El concepto “yugoslavo” se agotó apenas les faltó su creador. El término “balcanización” nos queda de esa experiencia demoledora y triste; muchos pagaron con su vida las ambiciones de grupo (en este caso étnico) que no razonaron el costo de imponerse sobre el interés común.
Hace poco tiempo recorrí las calles de Sarajevo en un viaje que me prometí décadas atrás. Las huellas de las balas siguen en las paredes. El dolor y el reclamo se sirven en el café de la mañana, y la experiencia le enseña al mundo que el diálogo será siempre mejor que la confrontación, y allí está también la posterior guerra de Ucrania para mostrarnos qué pasa cuando sistemáticamente abandonamos la razón del colectivo para imponer interpretaciones individuales.
Hay también malos ejemplos de imposición de un pensamiento único. Es el otro extremo de un mismo fenómeno. El no permitir que las sociedades oxigenen y ahogarlas con una sola idea de nación es tan dañino como una separación violenta en fracciones que no se permiten causas comunes. Lo vimos con el PRI en México, en donde una élite postrevolucionaria ahogó cualquier expresión independiente para no compartir el poder.
La última letra del acrónimo “PRI” marcó el siglo XX mexicano. El partido (P) no fue revolucionario (R) pero sí muy institucional (I). A pesar de que hubo disputas internas importantes, esa fuerza política privilegió la disciplina y aplastó las disidencias para no permitir que de las fisuras surgiera una fuerza capaz de romper la verticalidad. Por encima de cualquier expresión estaba el poder central y nadie debía cuestionarlo.
La justa armada de 1910 se había extendido en el tiempo por los poderes regionales, que se levantaron para imponer ideas de Nación en medio de una revuelta generalizada, y aún cuando un primer objetivo, deponer al dictador, se había alcanzado. El gran acierto de Plutarco Elías Calles fue proclamar el fin del caciquismo después de la Revolución, y el inicio de un “país de instituciones”. Y con ese estatuto en una mano y con el fusil en la otra se aplastaron los movimientos que disintieran con la versión única establecida desde la élite en la capital de la República.
¿A qué viene lo anterior? A que el tiempo corre y en un año y poco más de siete meses el país verá a Andrés Manuel López Obrador irse al retiro. La semana pasada él mismo insistía en eso, en que ni fotos se va a permitir una vez que deje el poder. La oposición en México verá con alivio cómo su verdugo, el que la expulsó del poder, se va a su rancho a escribir. Y mientras, en el movimiento social emergente que ha creado en tiempo récord, habrá impulsos variados. Algunos querrán arar por separado sus parcelas de poder; otros buscarán mantenerse unidos.
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López Obrador dejará un vacío doble apenas se retire. Por un lado se va de la Presidencia de la República; por el otro, deja el movimiento social, que va más allá de Morena o que incluye a Morena como su brazo electoral.
El poder formal será reasumido o tomado de inmediato el 1 de octubre de 2024 por una nueva Presidenta o un nuevo Presidente. Aunque falta un año y poco más de cuatro meses para las elecciones, pareciera que la izquierda repetirá y eso aporta para una transición institucional de terciopelo. Pero para que eso se facilite no basta con ganar la elección federal: se requiere que la Presidenta electa o el Presidente electo llegue a la ceremonia en el Congreso con un claro respaldo de su partido.
Eso nos dice que el movimiento social –que no es uno solo o, dicho de mejor manera, que está compuesto por muchos otros movimientos– debe trabajar por su lado para llegar sólido a 2024. Necesitará acelerar su propia transición de terciopelo, entre la actual condición (donde su fundador sigue en activo) y una donde el líder ya no esté.
¿Y cómo iniciar esa transición dentro del movimiento? ¿Cómo prepararse para sobrevivir sin su dirigente y fundador? El primer paso lo marca el calendario: empieza en la elección de la candidata o candidato de 2024. Morena necesita garantizar dos cosas: primero, que el proceso no balcanice a las fuerzas durante la competencia y eso requiere contener a unos y a otros, y también que la disputa sea limpia y honorable. Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard, en quienes parece que recaerá la candidatura, ya tienen una estructura; Adan Augusto López y Ricardo Monreal, mucho más abajo en las preferencias, trabajan en la suya. Monreal es un misterio y quizás no llegue ni a la interna; Adán Augusto se sumará a quien resulte. Es entre los equipos de Claudia y Marcelo donde veo riesgo; que su lucha no encuentre límites y no tengan quién los contenga.
Y aquí hay dos valores que deben convivir: uno es el derecho a expresarse con toda libertad, y el otro es que esa libertad no se transforme en diferencias personales. Hay un punto de quiebre: donde la disputa camine a ofensas personales y unos y otros sientan que su eventual derrota los excluya de posiciones futuras. Dicho de otra forma: que claudistas y marcelistas sientan que o ganan, o pierden todo; que sientan de que no habrá un día-después donde tengan que trabajar juntos. Entonces se formarán bandos irreconciliables antes de la elección presidencial. Eso será la referida balcanización.
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Todas las internas suelen ser ásperas, no importa qué tanta madurez democrática se tenga. Pero a diferencia de cualquier país, donde se ve hacia la contienda de los otros con cierta distancia y a veces hasta indiferencia –como un asunto partidista lejano–, en México se intentarán potenciar las diferencias en Morena. La razón es muy simple: del fracaso de la izquierda abrevan los opositores, y aquí incluyo a periodistas, medios, intelectuales, académicos, empresarios y otros poderes de facto que se han convertido en parte de lo que identificamos como “oposición”.
“Se frotan las manos”, diría el mismo Presidente cuando advierte de la posibilidad de una división. Y se las frotan porque esperan que las asperezas se conviertan en ruptura, y de la ruptura pueda venir su propia redención, porque nunca como ahora están desprovistos de un discurso ganador y más: no tienen siquiera un individuo que tenga el arrastre de los precandidatos de Morena.
Por eso, cuando veía que algunos simpatizantes supuestamente de izquierda abrazaban el accidente del Metro de este fin de semana como una oportunidad para su favorito, me confirmaba que algunos operarán como si no formaran parte de un mismo equipo. Aquí es donde, creo, la dirigencia de Morena tiene que mostrarse sólida y provocar cohesión. Por eso me pareció un acierto que gobernadoras y gobernadores oficialistas salieran en defensa de Sheinbaum y en rechazo del uso político de una tragedia que pudo ser todavía mayor.
Pero el ansia de poder suele ser mala consejera. Un dedo puede darle un martillazo a otro pensando que nunca se necesitarán, aunque sean todos parte de la misma mano. Los líderes de izquierda deben aprender a operar con velocidad y con independencia, sin que tenga que ser el Presidente quien marque las directrices. López Obrador no estará siempre, como no estuvo este fin de semana. Las mañaneras, que han servido para poner en su lugar a los de afuera y marcar la pauta a los de casa, posiblemente desaparecerán cuando él ya no esté.
El PRI impuso la institucionalidad para evitar las expresiones individuales y tener mayor control. Su terrible malentendido del poder frustró cualquier posibilidad de oxigenarse y evitó que las fuerzas internas le ayudaran a crecer. Cuauhtémoc Cárdenas pedía espacios, se los cerraron y terminó por irse del partido. Por el otro lado, considerar que una persona los unía llevó a la desaparición de Yugoslavia: detrás del tren que llevaba el cuerpo de Tito a su última morada se iba partiendo la tierra de manera irremediable. Estos ejemplos no son los únicos, pero permiten advertir algunos de los caminos que pueden tomar las cosas.
López Obrador aglutinó experiencias del pasado y facilitó el nacimiento de una fuerza social que no se había visto en décadas. Pero un día se irá porque esa es la ley de la vida. Entonces, para sobrevivir, el lopezobradorismo –paradójicamente– debe aprender a vivir sin López Obrador. De hecho, la izquierda aglutinada en ese movimiento debe imponer ideales por encima de las personas si quiere ir más lejos. El más preocupado de que se mantengan unidos es él, y es él también el único que puede alejarse del partido y del movimiento sin causar un trauma mayor.
La izquierda lo necesitará cerca, cerca pero no tanto. Y parece una contradicción, pero no la es. Si Morena está buscando un menjunje que le ayude a caminar hacia el periodo de su consolidación, en ese menjurje deberá incluir gotas de institucionalidad, gotas de Tito, gotas de López Obrador y nunca mucho de cada uno para que sean los ideales y no los individuos las que se impongan, de cara a lo que se viene.
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