Juan Zebedeo. Pescador, apóstol, evangelista y fundador de la iglesia cristiana.
Por José Guadalupe Martínez Valero
Un domingo de tantos, platicando con mi Padre, Don Everardo Martínez Pineda, éste inicio la cita arriba transcrita y me pidió que yo continuara con la misma; siguiéndole el juego y habiendo hecho lo que me pidió, me lanzó una pregunta “¿A qué se refería Juan cuando hablaba del verbo?” -A la acción-, contesté sin pensarlo mucho a mi padre; -verbo es sinónimo de acción-; “aunque muchos confunden verbo con palabra”, remato él, “lo cierto es que, en efecto, verbo es sinónimo, sin duda, de acción”. Y dicho lo anterior me formuló una nueva pregunta: “¿Y a cuál de los infinitos verbos que existen se refería Juan?” -Al amor, por supuesto- contesté nuevamente a mi pá. “¿Al amor bajo qué tipo de presentación?”, repreguntó; y sin dejarme responder agregó: “por cierto, hijo, preparé para ti y para Mateo una muy rica comida consistente en arroz, enchiladas bañadas en salsa roja, chicharrón en salsa verde, y si gustas el arroz puede ir rematado con uno o dos huevos estrellados encima, tortillas de harina y maíz, pan de elote y de postre cuajada de cabra con miel, o con cajeta de membrillo”. Fue entonces que no lo pensé dos veces para responder la pregunta pendiente: -Al amor que se manifiesta a través de la cocina pá, al cocinar para que los demás disfruten lo cocinado-. Él ya no dijo nada, pero con su proverbial sabiduría de años simplemente sonrió empezando a poner sobre la mesa lo que había guisado.
Y en efecto, ¿habrá amor más grande que el cocinar para los demás? Y no, no pretendo caer en el espacio común de “Como agua para Chocolate” de la genial Laura Esquivel, sino más bien en el cotidiano espacio del día con día que de algún modo, medio en forma cruda pero de manera viva, narra en forma magistral Amparo Ochoa en su canción “La Mujer, (Se va la vida)”. Y no, tampoco quiero con lo anteriormente dicho caer en el tan traído y llevado estereotipo de género respecto a que son las mujeres las que más y mejor aman porque cocinan más y mejor; de hecho en casa de mis padres, en la de un servidor y por supuesto en la de mis hijos, aún y cuando las mujeres no dejan de cocinar riquísimo, hay platillos que nos son reservados a nosotros los hombres por el sazón especial con la que los cocinamos y porque además hemos pasado la dura prueba del gusto, y obvio, del placer a través del gusto, cuando son probados por nuestros comensales.
Luego entonces, estimados lectores, ¿Cuál es la forma más exquisita de decir que aman a quienes son sus invitados a la mesa de su casa? En mi caso, presunción aparte, la forma más rica de decirle a los demás que los amo es a través de una buena salsa ranchera para copetear un par de estrellados montados en jamón; con unas costillitas de cerdo o un pollo a la barbecue; unos chilaquiles guisados de distintas maneras, verdes, rojos, con o sin crema, con o sin pollo, mismos que por cierto alguna vez merecieron el cumplido de “Pepito, comer esos chilaquiles sin andar crudo es un auténtico desperdicio.”; unos riñones al jerez que pa’que les cuento; y hasta unos buenos hot dogs preparados con chili o frijoles dulces. Y si de postres se trata ,debo decirles que tanto el pan de plátano como el pay de queso me quedan mejor que los que prepara mi amá.
Es más, hasta los mismos evangelios hablan de que la mejor manera que encontró nuestro Señor de hacerse presente por toda la eternidad con sus discípulos, y con el resto de los instauradores de su reino, fue dándose él a través del pan y del vino, a través de la comida. ¿Nunca se han preguntado de qué manera tan peculiar partía Él el pan al grado de que era una forma inequívoca de reconocerlo? Vicente Leñero se refiere a dicha partida del pan, tan común para nosotros los cristianos, en su libro “El Evangelio de Lucas Gavilán”, como la forma en que Jesús pelaba las ¿mandarinas? Pero, ¿no será que de manera subyacente los evangelistas se referían más bien a la forma en que el Cristo cocinaba, al modo en que, si lo trasladáramos a nuestras latitudes, “preparaba la carnita asada”; en fin, a la peculiar sazón de El Mesías?
En efecto no hay amor más grande que el que se manifiesta a través de la comida, desde la simple preparación, y a veces no tan simple, de un café; hasta la más sofisticada manera de hacerlo a través de un trago de buen vino, ya saben: “A NADIE le quedan las cubas o los vampiritos como a fulano de tal”; o el modo en que alguno de nuestros cercanos prepara el más complicado de los platillos, como por ejemplo, la fritada o el asado de boda, de reliquia dirían mis amigos laguneros; por cierto, hace algunos años probé uno hecho con canela que no he vuelto a probar y por supuesto no tiene igual.
Bueno, corrijo, sí hay amor que se le compare al de cocinar, darnos a través de los guisos a los demás, por tal razón reza el conocido refrán: “A la mesa y a la cama, solo se llama una vez.” Perdón, algunos dirán que la presente es una justificación teológica para la gula, ¿y qué creen? ¡Tienen AB-SO-LU-TA-MEN-TE TODA la razón!
José G. Martínez Valero
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