Ken Salazar no deja de sorprenderme. Imagínese: María Amparo Casar y Lorenzo Córdova, vestidos con sus mejores trajes de víctimas, quejándose de “la dictadura” en su casa, la del Embajador de Estados Unidos en México. Y él viéndolos, amable (lo es) e incrédulo. Clavándoles la vista. No puedo saber qué pensaba aunque sí lo puedo deducir, por sus respuestas.
Disfrazarse de periodista ha sido muy redituable para la exfuncionaria panista y ahora presidenta de Mexicanos Contra la Corrupción. Tiene varios ingresos en un país donde periodistas de verdad no tenían ni seguridad social cuando fueron asesinados. El otro, Córdova, lo mismo: ha llevado una holgada vida de millonario (sin exagerar) con su disfraz de “faro de la democracia”. El Instituto Federal Electoral (IFE) y el Instituto Nacional Electoral (INE), donde lleva años enquistado, le han garantizado salarios y prestaciones que pocos mexicanos, incluso en la élite, tienen.
Y Salazar viéndolos, sentados frente a él (en distintos momentos), haciéndose pasar por víctimas, hablando mal del Presidente de México. Qué escena. No puedo saber lo que pensaba, pero lo deduzco. A Casar le preguntó si no estaba desviando los recursos de la ayuda estadounidense para hacer política. Al otro lo cuestionó por el fraude electoral de 2006. Imagínese: cada uno habrán perdido diez kilos en sudor.
Si el Embajador de Estados Unidos te pone en duda, ¿qué te queda? Pocas cosas y una es odiarlo. Generarle una campaña de odio, como la que le han recetado por décadas a Andrés Manuel López Obrador.
Los dos fueron con el chisme a The New York Times. La “periodista” y el “faro de la democracia” dijeron que el inocente señor Salazar había caído en las garras del dictador que se alimenta de niños vivos. Y allí va, el Times, a repetirlo: Ken Salazar ya cayó en manos del sátrapa de México. Y allí va, el Times, a publicarlo en primera plana sin decir la historia completa: que Claudio X. González sí organizó un bloque político opositor mientras recibía dinero de Estados Unidos, y que millones de mexicanos sí creen que hubo fraude en 2006, y que las preguntas que Salazar les hizo sí tenían fundamento.
Salazar tuvo que comerse una rebanada de odio con el café de la mañana. Rebanada de odio a la mexicana. Odio amargo, como el que esos mismos y otros le han recetado por décadas a López Obrador. Odio del que destruye reputaciones, del que no se limpia fácil. Odio que se transmite a hijos y esposas. El Embajador probó la receta de “la periodista” y del “faro de la democracia”, que es amarga. Es la receta de los Claudio X. González (padre e hijo) y de toda esa élite.
El Embajador estaba al tanto de la existencia de ese odio, pero no lo había probado en su persona. Ken Salazar había escuchado en su propio país el odio generado desde México contra López Obrador. “Cuando el Presidente Joe Biden me pidió ser el Embajador de Estados Unidos en México, todos, incluidos los embajadores más recientes allí, dijeron que no había forma de que pudiéramos tener un diálogo con Andrés Manuel López Obrador, que él no quería tratar con Estados Unidos”, contaría después de que el odio lo llevara a la portada de The New York Times.
Imagínese lo que habían escuchado los anteriores embajadores sobre López Obrador. Les dieron odio refinado, odio destilado, odio condensado.
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Aprender a ser oposición no es comerse unas enchiladas de mole. Quienes esperaban que los partidos perdedores de 2018 se pusieran de pie en tres o cuatro años y que además hicieran un papel digno desde la banca se iban a quedar esperando. Para ser opositores se necesita convicción porque hay menos dinero, no se tiene poder; casi todo está en contra. Se requiere volver a las bases de la sociedad. Los movimientos sociales se construyen desde abajo y para andar abajo se requiere no tenerle repulsión a la gente, como muchos de ellos.
De hecho, cualquier posibilidad que tenga la oposición en el futuro vendrá de abajo, desde la gente. ¿Por qué PRI-PAN-PRD no han armado una respuesta digna frente al lópezobradorismo? Porque no saben superarse a sí mismos: anduvieron en la nube y no se recuperan de la caída. Les vino mal la derrota. Y si a eso se agrega que hay mucho rencor, clasismo y racismo; y si se agrega todo ese odio destilado entonces el coctel es mortífero.
El odio es mortífero. El odio no acepta estrategias. El odio nubla la verdad. Vean a Javier Lozano Alarcón. No es el único pero en él hay un buen resumen: es un cóctel de odio, clasismo, racismo y frustración.
La oposición en México gastó cien años tratando de gobernar una Nación y le ganó la mezquindad, combustible de la corrupción. Cien años con un país petrolero en sus manos y no supo qué hacer con él, aparte de robarlo, sacarle dinero. Y muchos en la oposición piensan que el odio profundo puede ayudarles a reunir el poder suficiente para levantarse, pero no va por allí.
El odio no es inteligente, es excluyente. El odio no reúne mayorías aunque conquiste a muchos. Otro ejemplo: Gabriel Quadri. El odio no le permite ver más allá de sus cuatro paredes mentales y sólo su pandilla de iguales lo celebra. Y él está bien, se siente bien, cree que construye porque ve paredes. Pero son las paredes de su propio encierro. El odio no sólo reduce el corazón: también el cerebro. Y Quadri concentra ese gran dilema de la oposición mexicana: o seguir odiando al otro, seguir vomitando sobre las mayorías y por lo tanto seguir reduciéndose, o doblar las manos y aceptar que necesita del otro que tanto aborrece para construir algo más grande; algo que se salga de las cuatro paredes.
El odio de la oposición mexicana es tan obvio que rompe el aire y, como el búmeran, se regresa. Nunca lo va a aceptar porque, a la vez, ese odio es un reconocimiento de que los otros son más grandes. Y como no pueden derribar a los otros con ideas, entonces les gana su debilidad y odian. Recurren al insulto. “Tartufo”, le dice todos los días Diego Fernández de Ceballos a Andrés Manuel López Obrador para tratar de disminuirlo porque sabe –sin aceptarlo– que es mayor que él. “El Jefe” se sentaba con el poder, con Carlos Salinas de Gortari o con Carlos Romero Deschamps (poder es poder) mientras el otro caminaba la selva tabasqueña casi descalzo, con desarrapados por aliados. Uno se hizo rico y el otro construyó un movimiento. Entonces la respuesta de Fernández es gritarle: “¡Tartufo!”, citando una obra de Moliere estrenada en París en 1669: ¿qué hay más elitista que eso?
Pero pocos en la oposición usan el término “Tartufo” porque no conocen la ofensa. Es demasiado “culta”. Es más fácil estirar la mano en busca de caca. Es fácil hallar caca y lanzar caca aunque una parte se quede en la mano. Sólo Vicente Fox escribe “Tartufo” en un tuit apenas razonado, aunque no sabe qué es y ya ni siquiera importa. Ni sus tuits, ni él importan y eso no es fácil de digerir para el expresidente y por eso eleva la apuesta: usa cada vez palabras más fuertes contra “López” y como nadie le dice nada, porque está en un país donde puede decirlo todo, lo que hace es garabatear insultos, lanzar ofensas y recurrir a mentiras para dañar a sus contrarios.
El odio es un búmeran. Algunos, creo, apenas empiezan a entenderlo.
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Inteligente no es. La estrategia del odio no es inteligente. Y hago una simple aportación matemática: la oposición necesita convencer a los que votaron por López Obrador en 2018 de que se equivocaron, y llevarse al menos una porción de ellos a su lado. Pero su manera de decirles es: “Hey, imbéciles, votaron por ‘el cacas’ y se equivocaron”. O bien: “Son de los que no pagan impuestos, ojetes; y son de los que están pensando en que papá-Gobierno les resuelva todo. Váyanse a la mierda, voten por nosotros”.
Claro que cualquiera se siente ofendido. Y claro que cualquiera le responde a los opositores: “Hey, imbéciles, voté por López Obrador y es un honor estar del lado del que han ofendido por décadas; del lado del que han tratado de destruir a punta de escupitajos y no han podido”.
Los Lozano, los Diegos, los Fox o los Calderón; las Rabadán, las Gálvez, las Gómez del Campo o las Zavalas depositan odio en el aire y esperan que los votantes lo pesquen y se lo coman. Pues no, no se lo comen. Nadie quiere el odio del otro, salvo que sea, como ése otro, un odiador. Y si es un odiador bueno, ya no hay que convencerlo siquiera.
Por eso el Presidente disfrutó tanto que Ken Salazar se diera cuenta de que María Amparo Casar y Lorenzo Córdova son alacranes al seno. Disfrutó que fueran a acusar al Embajador, con mentiras y manipulación, a The New York Times. Y lo dijo: qué bueno que probó algo de los odiadores. Porque nadie daría crédito de quiénes son, en realidad, la “periodista”, el “faro de la democracia” y otros que, como ellos dos, arden de rabia porque el país no se ha hundido con López Obrador, como querían. Pero son tiempos inéditos y muchas cosas se han revelado.
Imagínese lo que habían escuchado los anteriores embajadores sobre López Obrador. ¿De quién? De esos mismos. Les habían dibujado un Ba’al Zəḇūḇ, un satanás tan antiguo como el universo y tan peligroso como un agujero negro. Les dieron odio refinado, destilado, condensado.
El odio es un búmeran. Algunos empiezan a entenderlo, pero otros no. Y quizás sea bueno que se tarden unos buenos años más en comprenderlo.
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