Por Valeria Luévanos
“Extraño el silencio. Mientras escucho el agua que sale de la regadera y las gotas que chocan contra mi cabeza cuando me baño, también escucho el llanto y los gritos desesperados de mi hijo. Abro la puerta y no hay nada, mi bebé duerme tranquilamente, pero mi cabeza no se calla”.
“Tuve depresión posparto pero no lo sabía. Mi hija tiene un año y medio y todavía lloro por recordar que la veía con desprecio y no quería amamantarla”.
“Desde que soy mamá, lloro todas las noches. Pienso que no soy lo suficientemente buena para cuidar de mi hijo, que no podré protegerlo. Que si algo le pasa será mi culpa, y no sabré como vivir con ello”.
“Estoy muy cansada de cuidar a mis hijos. Los días que no quieren dormir o se despiertan por las madrugadas quisiera no existir, siento como si mi cerebro estuviera seco de cansancio. No sé si es normal, pero me siento una mala madre por a veces no querer estar con mis bebés”.
“Mis suegros y mis papás me han regañado y reclamado por dejar a mi bebé ‘solo’ con su papá. Dicen que él es muy descuidado, que si algo le pasa al bebé será culpa mía. A veces quisiera no ser madre, no cargar con tanta responsabilidad yo sola”
“Yo sé que está mal, pero tengo envidia de mi pareja. Envidio su tiempo, su libertad, envidio que mi hijo no lo busque desesperadamente y repita una y otra vez papá, papá, papá, como lo hace conmigo. A veces no quiero ser mamá, quiero ser yo, pero también tengo culpa de todo eso”.
Estos y muchos otros relatos han llegado mediante conversaciones con otras madres. No importa si es el primero o el segundo bebé, ni siquiera un tercero y la experiencia que esto trae; nada las hace librarse de la culpa.
Todas coincidimos siempre en el amor tan grande que experimentamos al conocer a nuestros hijos. Todas nos hemos repetido una y otra vez que tenerlos en nuestras vidas ha sido lo más maravilloso que nos ha pasado y que desde su llegada no es posible concebir la existencia sin ellos. Sin sus risas, sus pucheros y hasta su llanto, que a veces nos desespera y del que casi siempre nos quejamos en silencio.
Con la llegada de la maternidad, las mujeres experimentamos una ambivalencia permanente entre amar y rechazar o sentir extrañamiento y emociones negativas hacia nuestras crías.
Nos permitimos muy poco explorarlo; tan poco que nos genera culpa y vergüenza inmediata. Silenciamos todo aquello que nos acerque a pensarlo, creemos que somos las únicas madres en el mundo que la experimentamos. Y eso es falso.
Hay estudios que han desarrollado y conceptualizado la ambivalencia en la maternidad como un fenómeno colectivo. Freud, Klein y Winnicott lo expresaban como sentimientos encontrados de amor y odio de las madres hacia sus hijos. Estos estudios nos ayudan no sólo a tener claro que la ambivalencia materna es algo que muchas, la gran mayoría de las mujeres que somos madres, experimentamos. También nos ofrecen la oportunidad de hacer visible para nosotras y el resto que es algo que sucede y dejar de vivirlo como un tabú.
Deberíamos considerar darnos la oportunidad de profundizar en estos sentimientos negativos para dar con algunas de sus posibles causas.
Aun si ya se ha explorado su dimensión psicológica, estos sentimientos negativos tienen también una explicación sociológica: se nos exigen tratar de conciliar distintos roles sociales que a menudo suelen ser incompatibles. Si en el siglo XX, cuando teorizó Freud, a las mujeres se les asignó la crianza y a los hombres la proveeduría, el siglo XXI plantea una situación más grave y profundiza los antiguos problemas.
Las condiciones de precariedad exigen cada vez a más madres ser también trabajadoras. El feminismo, por su parte, nos llama a la autorrealización individual por fuera de la abnegación y en contra de la dominación masculina. Las estructuras sociales suman exigencias, pero siguen escamoteando los medios para cumplir con sus expectativas.
Al asumir estas últimas, el resultado inevitable es la culpa de estar ausentes en el ejercicio de la crianza que suele vivirse todavía como una responsabilidad exclusiva de las mujeres; sin dinero ni redes de apoyo para aligerar la carga de los cuidados del hogar y los hijos, el cansancio, el estrés y las expectativas crecientes resultan una losa opresiva sobre la salud mental de todas nosotras.
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