Por: Jesús Gerardo Puentes Balderas
Alétheia.
El presidente Andrés Manuel López Obrador sistemáticamente –desde su talk show matutino– intenta confundirnos, pero nunca informarnos.
Una gracejada recurrente es intentar hacernos creer que legalidad y legitimidad son sinónimos para, con ello, justificar sus ocurrencias y caprichos.
En 2006, después de perder legal y legítimamente la elección presidencial, de acuerdo con los datos oficiales del proceso legal establecido en las normas vigentes de ese año, pensó (es un decir) en voz alta: “Yo soy el presidente legítimo de México”.
Durante toda su campaña, inmediatamente después de hacerse oficial su triunfo en el proceso electoral 2017-2018, y hasta el día de hoy ha reafirmado su autoritarismo e intolerancia hacia nuestro entramado institucional y legal.
Con frases como: “Al Diablo las instituciones” o “no me vengan a mí con que la ley es la ley”, López aprovecha y amplifica, perversamente, el desprestigio institucional y la escasa civilidad de la mayoría del “pueblo sabio” –y cada vez más pobre– para inculcarle que las leyes se hicieron para violarse.
Resguardado en su investidura y arropado por su impresentable mayoría en el Poder Legislativo, sin el menor recato y pudor, con la misma ligereza pisotea sistemáticamente la ley, que utiliza todo el aparato del Estado para violentar los derechos y garantías de sus adversarios, ya reales, ya imaginarios.
Con alevosía, ventaja y pleno conocimiento de causa, lo mismo envía iniciativas de ley notoriamente inconstitucionales (Plan A y B en materia electoral) que desacata sentencias del Poder Judicial de la Federación –no permitió el derecho de réplica a la senadora Xóchitl Gálvez– con el argumento desgastado de su legitimidad, respaldada por más de 30 millones de mexicanos.
No conforme con despreciar la ley electoral vigente –adelantando el proceso de sucesión e imponiendo sus propias reglas a sus corcholatas–, se involucra en los procesos internos de instituciones ajenas, así como en el propio proceso electoral 2023-2024 (no iniciado oficialmente aún).
En un lance irresponsable, ignominioso y transgresor de la ley, en persecución de una aspirante a precandidata, atentó contra la seguridad de ciudadanos, empresas y sector privado al violentar el secreto fiscal sin meditar en las repercusiones de su irresponsable acto.
Así es: el Mesías tropical, tan humano como la contradicción, a conveniencia olvida que las reformas a la norma electoral de 2007 se hicieron a contentillo de él; el “cállate chachalaca”, espetado a Vicente Fox en exigencia de dejar de intervenir en el proceso electoral 2005-2006, aún resuena en la memoria colectiva.
Pronto desechó apotegmas que reconocía al presidente Juárez, como la de “Nada por la fuerza, todo por la razón y el derecho”, o aquella muy socorrida: “Al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie».
También se le olvidó que él es presidente de la República, legal y legítimamente.
Legal, porque el proceso de elección se apegó al marco jurídico vigente y, tanto él como su movimiento sectario devocional disfrazado de partido político, cumplieron con cada requisito establecido en la ley electoral; pactos más, impunidades menos, él mismo reconoció al expresidente Peña: “Le tengo consideración y respeto porque, a diferencia de Calderón, de Fox y de otros, no se metió en la elección (de 2018)”, frase que reportó el diario El Universal el 21 de abril de 2022.
Legítimo, porque los ciudadanos, por su libre y espontánea voluntad (excepción hecha de las clientelas y las personas acarreadas), ejercieron su derecho a participar en la jornada electoral emitiendo su voto individual, secreto, directo e igualitario cumpliendo así sus anhelos de cambio.
En conclusión, legalidad no es lo mismo que legitimidad. La primera pertenece al ámbito de las leyes, de su cumplimiento y aplicación justa, expedita e imparcial; donde el actuar de los gobernantes está supeditado única y exclusivamente a honrar lo establecido en las mismas.
La segunda, la legitimidad, concierne a la persecución de los anhelos ciudadanos; en donde gobernantes y ciudadanos asumen su responsabilidad ética y moral para, en sinergia, resolver los problemas comunes presentes, en congruencia con el decir y el hacer.
Finalmente, la legalidad y legitimidad –al diferenciarse– se complementan fortaleciendo la democracia; ergo, apostemos por cambiar de mentalidad, fortalezcamos nuestro entramado legal e institucional respetando la ley y legitimemos nuestro actuar honrando valores y principios éticos.
Y digamos, así hoy como en 2024: ¡Basta de demagogia y populismo!
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