Por Brenda Macías
Twitter: @brendamargotms
Querides lectores, vengo hoy a incomodarles porque me subiré al tren –un poco tarde, cierto–, pero escribiré una reflexión sobre la película Barbie, de la directora y coguionista Greta Gerwig y la fotografía del mexicano Rodrigo Prieto. Si no la ha visto, no lea esta crítica porque contiene spoilers.
Comprendo que, para muchas personas, Barbie podría generar cierta nostalgia de la infancia. Entonces, advierto que comparto estas reflexiones desde un ángulo distinto, donde la única Barbie que habita en mi memoria fue trasquilada y mordida de sus articulaciones por mi desbordada ansiedad desde tiempos idos.
La producción
En primer lugar, reconozco que el trabajo de fotografía de Rodrigo Prieto, para retratar el mundo de Barbie, el mundo de “la realidad” corporativista de Mattel y de Venice Beach, es impecable, super cuidado; y cada centavo de la ilusión cinematográfica, pese al fucsia y el rosa a tope, tiene la calidad y la inversión de una película de Hollywood. En el filme no se escatimó en la calidad de la imagen, del sonido, de la banda sonora, de la iluminación, del vestuario y en el derroche de tecnología y efectos visuales.
En definitiva, considero que la película Barbie cumple con los estándares de un dispositivo visual y una “buena” producción de entretenimiento y de mercadotecnia. Seguramente no sólo el color rosa Barbie va a escasear, sino que en esta Navidad –o desde ahora– se van a vender Barbies –estereotípicas blancas, delgadas y de piernas largas; raritas, negras, con alguna discapacidad o que están embarazadas– al por mayor, con sus respectivas mansiones, coches, y vestidas como lucirían las prestadoras de servicios profesionales: profesoras, astronautas o físicas teóricas… Y, por si fuera poco, las “chanclas” Birkenstock se agotarán de los estantes de las tiendas. Me pregunto, ¿se atreverán a reducir su precio?
El guión
Sin embargo, el guión me quedó a deber. Pero, además, mea culpa, en qué momento imaginé que la historia de Barbie iba a trastocar el estado de las cosas. Esta Barbie está contada desde la perspectiva del feminismo blanco-rosa, de privilegios, desde el eurocentrismo y los estándares de belleza imposibles.
Está contada desde todo aquello que ha generado desigualdades de género, raza, clase en las periferias y los sures globales, donde habitan los nadies. Lo que encontré en la musa del feminismo blanco-rosa fue una oportunidad perdida para hacer una crítica decolonial del género y los privilegios.
Evidentemente la película recurre a un viejo truco de marketing: “usa” el tema de moda: “el feminismo” para ponerse en onda con la chaviza, para dárselas de autocríticos y conscientes de los privilegios de la masculinidad tóxica y de lo caótico y desigual que está el mundo “real” respecto del mundo de Barbie, donde las mujeres tienen el poder y los Ken son compañeros torpes.
Lo trans
Por otro lado, ¿en qué momento creí que iba a ver una película transincluyente? Lo que encontré fue que la primera cita que Barbie tiene al convertirse en humana –su máximo en la vida– es visitar al ginecólogo. Sigo perpleja. ¿Quién hubiera imaginado que, en el universo de Barbie, la primera preocupación de una mujer recién humanizada se centraría en visitar al ginecólogo? Al menos ahora sabemos dónde reside la verdadera esencia de la feminidad del mundo de Barbie: ¡en la consulta a un ginecólogo! Y espero que ese ginecólogo no le dé un falso diagnóstico para pagar el enganche de un coche. A la secuela de la película le recomendaría, desde aquí, que busque una segunda opinión.
Aquí la dejamos. Hasta la próxima entrega.
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