Por José G. Martínez Valero
Nuestras discordias tienen su origen en las dos más copiosas fuentes de calamidad pública: la ignorancia y la debilidad.
Simón Bolívar, militar y político venezolano
En reiteradas ocasiones he dicho que tengo el honor de ser hijo de dos maestros; mis padres, doña Dora Alicia Valero Gómez y don Everardo Martínez Pineda, para fortuna de quienes pasamos por su casa, ya que no solamente sus hijos vivimos ahí, hicieron de nuestro hogar una extensión de sus respectivas aulas, y en casa se hablaba –se habla– desde que tengo memoria de cualquier cantidad de cosas relacionadas con el conocimiento, sin que fuera necesariamente las que ellos impartían dentro de su salón.
Historia, literatura, teología, ciencias, filosofía… no importa el campo, siempre es una delicia platicar con mis padres porque siempre tienen algo interesante que contar, y de un tema brincamos a otro sin motivo alguno; y la conversación es infinitamente variada, a más de interminable, permanente.
En días pasados, hablando con ellos de todo y de nada, mi padre nos compartió a mi madre y a mí una historia, que a su vez vale la pena compartirla con ustedes, misma que transcribo casi literal a como él nos la contó, y que sin duda alguna podría ser la precuela de obras tan celebérrimas como La Ilíada o La Odisea, ambas producto del genio del célebre escritor clásico Homero:
Zeus, padre de los dioses del Olimpo, convocó a sus pares a un festejo, a un banquete que decidió darles por el solo gusto de compartir con ellos y verlos reunidos, ya que dada su cualidad de dioses, cada uno de ellos se encontraban de manera permanente trabajando en la deidad que les había sido otorgada, y pocas veces podían reunirse todos en torno de un mismo propósito… ¡Disfrutar!
Sin embargo, Zeus, siendo como era, decidió entre todos ellos no invitar a una de ellas: a la diosa Eris –discordia–, que fue excluida del festejo, debido a su obvia naturaleza conflictiva. Eris, sin embargo, encontró la manera de colarse de algún modo en el dichoso banquete a través de algo tan simple como una manzana, misma que fue dejada en la mesa de las diosas Hera, la esposa de Zeus -abundancia-, Atenea -sabiduría- y Afrodita -amor y belleza-, fruto que, además de ser dorado, iba grabado con una palabra: kallisti, (que significa “para la más hermosa” o “para la más bella”) provocando con ello que Hera, Atenea y Afrodita reclamasen dicha manzana para sí, iniciándose una riña (de ahí el famoso concepto de “manzana de las discordia”).
Y para dirimir su pleito, ya que las tres diosas se sabían -¡¿y cómo no?!- merecedoras de tal distinción, acudieron a Zeus para que él fuera quien decidiera cuál de ellas era la más bella; y el padre de los dioses, no queriendo meterse en problemas porque no podía quedar mal ni con su esposa, ni con la favorita de sus hijas, la diosa del saber; ni con la diosa del erotismo y la belleza, dijo a las tres: “Bajen a la tierra y pídanle al primer mortal con el que se crucen que sea él quien decida quién se queda con la manzana”.
Ese mortal fue Paris, hijo de Príamo, rey éste último de Troya. Y siendo como era la moralidad de los dioses griegos, cada una de las tres diosas intentó sobornar al príncipe de Troya para que la eligiera y se quedaran con la manzana sembrada por Eris:
Hera le ofreció abundancia a través de tierras y poder político; Atenea, a su vez, le prometió infinita sabiduría y destreza militar, y Afrodita lo tentó con el amor y la belleza de toda aquella mujer que él deseara, incluso la de quien entonces se decía era la mujer más hermosa de la tierra: Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta. Siendo Paris joven y además apasionado, no tuvo que meditar mucho su decisión sobre el conflicto que se le presentaba, y terminó por conceder la manzana a Afrodita, accediendo así al amor y la belleza de Helena, provocando con ello el inicio de la Guerra entre Troyanos y Espartanos.
Hasta aquí la historia en una versión libérrima de don Everardo, pero, y viene lo mejor, la plática nos–me llevó a varias conclusiones que ahora pongo a consideración de ustedes, queridos amigos que me dispensan con su lectura.
Primero, nunca habrá modo de que saques a la diosa Discordia de cualquier tipo de banquete o festejo; ella siempre encontrará el modo de colarse en la fiesta y se presentará de muchas maneras, por ello hay que estar atentos a que, presentándose como “no invitada”, detectemos cuál fue su modo de acceder al festejo y neutralizarla de alguna manera para evitar que termine arruinándolo.
Segundo, desde entonces abundancia, sabiduría y amor-belleza no pueden ir de la mano; sólo se puede tener a una de ellas, con demasiada suerte dos de ellas, pero nunca a las tres. Si tienes a belleza, puedes tener quizá también a abundancia, pero no a sabiduría o inteligencia; si tienes inteligencia, ésta podrá ir de la mano de la abundancia, pero no de mano de la belleza; si tienes abundancia, también tendrás probablemente belleza o inteligencia, pero, insisto, nunca las tres combinadas.
Tres, escojas lo que escojas en tu vida: abundancia, inteligencia o belleza, nada permanecerá eternamente; es decir, siempre terminará cada cual por agotarse; consecuencia precisamente de la Discordia.
Cuatro, Discordia estará siempre presente entre los humanos representados en Paris, y cada uno de nosotros estará en eterna disyuntiva tratando de elegir alguna de las tres. Y aquella, Discordia, hará de la humanidad su morada y nido; y será la causa de todos nuestros males.
Y, cinco, elijas a quien elijas de las tres en tu vida, tendrás por antagonista casi permanentemente a las otras dos, o al menos a una de ellas.
Usted, amigo lector, si tuviera la oportunidad de ponerse en el lugar de Paris ¿por cuál de las tres optaría?
Comentario final, ¿ahora entienden por qué cierto personaje político, que tiene por “trabajo” (des)gobernarnos, optó por la abundancia de la mano de la discordia y no cuenta con belleza ni con sabiduría de su lado?
Postcomentario final: de ser mi caso yo sin duda hubiera optado por Atenea, diosa de la sabiduría; que, dicho sea de paso, no le hace menos en belleza respecto de Hera y Afrodita, y seguro con su inteligencia de diosa, a más de permitirme conquistar su amor, me daría la sapiencia necesaria para acceder a los dones y, por qué no, al amor de las otras dos diosas.
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