Por Raúl González Schmal
En el aula magna de la Facultad de Derecho de la UNAM está inscrita en grandes caracteres la expresión latina ius semper loquitur (el derecho siempre habla), pero al parecer en el gobierno actual el derecho ha enmudecido o lo han querido enmudecer. Se ha pretendido desconocer que el orden del derecho, el orden jurídico es la condición para la vida social armónica, la garantía de los derechos inherentes a la dignidad humana, el diálogo político, el respeto a los discrepantes y, relevantemente, la justicia.
El valor supremo del derecho es la justicia. Es una contradicción o una simulación o una hipocresía, o todo a la vez, cuando se habla de Estado de derecho sin que el poder público se subordine al derecho, sino que se le subvierta con eso de “que a mí no me vengan con que la ley es la ley”.
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Esta anomia gubernamental tiene su expresión más crítica en la ignorancia del derecho constitucional, que atañe a la organización del Estado y al reconocimiento y garantía de los derechos humanos -los individuales y los sociales-. Al mismo tiempo que se le rinde un insincero homenaje verbal a la Constitución, se le vulnera y se le afrenta. Lo mismo puede decirse de la democracia, elemento que está inescindiblemente ligado a la Constitución en los sistemas democráticos de gobierno, y que el nuestro la ha utilizado para acceder legítimamente al poder y ya una vez alcanzado, usarla como caballo de troya para intentar destruirla desde dentro.
Así, el presidente y sus corifeos han puesto la Constitución y la democracia en el cepo de la guillotina para decapitarlas de un solo golpe.
Los medios para lograr ese objetivo son la reforma del Poder Judicial y la sobrerrepresentación de Morena en la Cámara de Diputados.
La reforma judicial consiste – antes que nada- en la ocurrencia demencial de someter las designaciones de todos los ministros, magistrados y jueces al voto popular, primero a los del Poder Judicial federal y después a los de los poderes judiciales locales, desde luego no a los jueces militares porque esos son intocables.
Todos ellos serán destituidos sin causa justificada (el dictamen de la iniciativa de reforma judicial utiliza el eufemismo “concluirán su encargo”, para que se oiga menos despiadado el acto de atropello a sus derechos laborales), una vez que se hayan elegido a quienes los substituyan. Sin embargo, como ahora se dan cuenta de que sería físicamente imposible realizar las elecciones como se propone en la iniciativa de Reforma Judicial, que crearía un caos fenomenal, se ven forzados a aceptar en el dictamen – porque no les queda de otra- que la elección se realice en forma escalonada, lo cual no cambia en nada la absurda pretensión. Y si son muchos los aspirantes, pues se realiza una tómbola – a la que pomposamente se le llama “insaculación pública”- y se designan los candidatos al azar.
En el dictamen de la iniciativa que se someterá al pleno de la Cámara de Diputados en los primeros días de septiembre, entre otros muchos despropósitos, se encuentra el del chantaje a los ministros de la Suprema Corte de Justicia que consiste en que, si renuncian antes del 31 de agosto, a cambio se les respetarán sus haberes de retiro.
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También se pretende crear un tribunal judicial disciplinario, cuyos magistrados también serían de elección popular, y que en realidad sería un tribunal punitivo que tendría bajo la espada de Damocles a los ministros de la Suprema Corte, así como a todos los magistrados y jueces del Poder Judicial federal.
Sus resoluciones serían inapelables, con lo cual se violaría flagrantemente el derecho de los juzgadores a tener medios de impugnación en contra de dichas resoluciones y, además, se vulnerarían normas internacionales sobre esta materia.
No hay ninguna duda, por supuesto, de que el tribunal estaría controlado por la presidenta de la República, que sería un clavo más sobre el ataúd de la independencia judicial.
Se insiste en el dictamen que ningún miembro de la Judicatura –nadie- podrá recibir una remuneración mayor a la establecida para el presidente de la República, el cual gana 163 mil pesos mensuales. Lo que no se dice es que la remuneración no sólo consiste en lo que se recibe en dinero en efectivo, sino, como lo establece la propia Constitución (art. 127 -I), todo lo que se recibe en “especie, incluyendo dietas, aguinaldos, gratificaciones, premios, recompensas, bonos, estímulos, comisiones, compensaciones y cualquier otra”, por lo que es falso que el presidente solamente perciba la referida cantidad, sino que habría que añadírsele la renta de su departamento de Palacio, energía eléctrica, consumo de gas, servicio doméstico, mantenimiento, automóviles, choferes, etcétera, que no paga de su bolsillo, y que podría ser una cantidad similar o mayor a la que se le entrega en efectivo.
Hay que tener presente, por otro lado, que, para construir este escenario de demolición de uno de los tres poderes federales, el presidente utilizó la estrategia de injuriar, difamar, calumniar y acusar de corruptos, en forma sistemática y sin ninguna prueba, a ministros, magistrados y jueces, y al poder judicial como institución. Estos continuos denuestos contra ellos los ha puesto en la piqueta de la opinión pública, con toda la megaresonancia que tienen las mañaneras.
También forman parte de esta estrategia corruptora de la palabra los coordinadores de los bloques legislativos de Morena, mayormente de la Cámara de Diputados, así como los propagandistas –disfrazados de intelectuales – que escriben en la prensa o aparecen en los medios electrónicos, especialmente en los canales de televisión 11 y 14, todos los cuales integran una nutrida congregación de sicofantes, al servicio de AMLO.
Acaso no se da cuenta el presidente que su campaña denigratoria contra esos personeros del Poder Judicial –que es el preámbulo para cesarlos a todos mediante la referida reforma, escalonada o no-, constituye una enorme injusticia que va a afectar a miles de jueces y juezas, de distintos niveles, despojándolos de sus empleos sin causa justificada, destruyendo sus carreras judiciales alcanzadas con un arduo trabajo mediante el estudio continuo, acudiendo a cursos de especialización, sujetándose a oposiciones y superando exámenes rigurosos.
También a los que aún no alcanzan la Judicatura, como los secretarios de estudio y cuenta y los secretarios proyectistas, que tienen la noble vocación y legítima aspiración de convertirse en jueces, cuya carrera se verá truncada brutalmente.
No puede ignorar el presidente que la inhumana destitución de todos ellos bajo el estigma de la corrupción, lastima su dignidad, su buena fama, su honra, que en una u otra medida también afectará moralmente a sus familias, además de privarlas injustamente de los ingresos de quienes proveen a su sustento. En verdad, es una reforma inicua.
Ante el paro de Poder Judicial federal, el oficialismo insiste en que no se tocarán los derechos de los trabajadores, pero, entre otras disposiciones que los afectan, está la que determina la extinción de los fideicomisos, cuyos fondos pertenecen a los propios trabajadores para sus pensiones y otras prestaciones legales, y de los cuales serían privados mediante un acto de auténtica expoliación.
No quiero decir que no haya corruptos en la Judicatura Federal, pero no es la mayoría ni en mayor proporción que en la administración pública federal
ni los legisladores del Congreso de la Unión. Ni tampoco es la reforma que se requiere porque nulificaría la independencia judicial, y pondría a las personas juzgadoras bajo la férula del poder político, aumentaría la influencia de los intereses económicos, sería más propensa a la corrupción y abriría la puerta al narcotráfico.
En todo caso, no basta la palabra rencorosa del presidente para creer que la reforma tiene como propósito mejorar la administración de justicia.
Si así fuera, hubiera empezado por los fiscales, los agentes del Ministerio Público, los cuerpos de los investigadores, y los jueces y magistrados de los poderes judiciales de las entidades federativas, que conocen 95% de los asuntos judiciales. Todas esas autoridades son las que los ciudadanos tienen el primer contacto, y no con las del Poder Judicial federal.
La razón de fondo de la susodicha reforma promovida por AMLO, es dar cauce a su iracundia en contra de las personas juzgadoras que en defensa de la Carta Magna han frenado las inconstitucionales iniciativas del Ejecutivo. “No se trata – como ha señalado el ministro González Alcántara Carrancá- de una mejora radical sino de una venganza visceral”. A semejanza del humilde molinero que ante la arbitrariedad del rey Federico el Grande de Prusia, que pretendía despojarlo de sus tierras, le advirtió: “Acuérdese su majestad que aún hay jueces en Berlín”, nosotros, los ciudadanos, podríamos también decir: “Acuérdese señor presidente que aún hay jueces en México”.
Con todas sus insuficiencias existe un orden jurídico constitucional en nuestro país; con toda y sus imperfecciones existe una democracia representativa que ha permitido garantizar plenamente que Morena llegara al poder en 2018 y que mantuviera el poder en 2024. Ahora trata de demoler uno y otra para que en lo sucesivo ninguna fuerza distinta pudiera aspirar al poder. La autocracia, pues. Así, en el ocaso de su gobierno, la hybris que afecta al presidente se encuentra en su cenit y no quiere dejarlo – por lo menos formalmente – sin cristalizar sus delirios más obsesionantes.
Ya se han expuesto muchos sólidos e incontestables argumentos en contra de la elección popular de ministros, magistrados y jueces del Poder Judicial federal, que sería ocioso repetir aquí, basta señalar uno, por provenir del propio expresidente de la Suprema Corte de Justicia Arturo Zaldívar, antes de su defección, quien expresó que “algunas veces los jueces tenemos que ser impopulares y contra mayoritarios, sobre todo cuando debemos proteger los derechos de las minorías”.
La segunda amenaza inmediata que se cierne sobre el orden constitucional y, por ende, contra la democracia, es la pretensión de presidente López Obrador de que Morena tenga una sobrerrepresentación legislativa para llevar a cabo la reforma judicial, y, además, arrasar con los organismos constitucionales autónomos, consumar y aún ampliar la militarización del país, transformar al INE para que el presidente de la República, como en los viejos tiempos, controle las elecciones, consolidar la absoluta sujeción de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que ya de hecho, con la designación de su actual presidenta, logró que no sirva para nada, y, no lo menos importante, tener un Tribunal Electoral del Poder Judicial a modo, que todo hace suponer que ya lo doblegó o ya lo cooptó el poder presidencial. Incluso, en un trato muy distinto al que le da a los ministros de la Suprema Corte de Justicia, el dictamen plantea que a los cinco magistrados en funciones de la Sala Superior del Tribunal Electoral, cuyos nombramientos vencen en 2024 y 2025, se les prorrogue hasta agosto de 2027. No pasarán muchos días sin saber que prevalece el cumplimiento del deber o la dádiva disimulada.
Como en el caso de la Reforma Judicial, en el de la sobrerrepresentación los opositores al oficialismo han presentado argumentos incontrovertibles para fijar los criterios de interpretación del artículo 54 de la Constitución, como son la interpretación lógica, contextual, sistemática, histórica y teleológica, que no es necesario desarrollar aquí por la amplia difusión que han tenido los textos que los contienen.
El oficialismo no tiene más argumento que la interpretación fraudulenta y aberrante del citado artículo 54 constitucional, mediante la cual pretende obtener 75% de la Cámara de Diputados, cuando el electorado le dio a Morena 54%, y con ello alcanzar la mayoría calificada para modificar la Constitución unilateralmente y a capricho. Es patético ver a los presidentes de la República – al saliente y a la entrante- afirmar con pretendida sabiduría jurídica cómo se debe aplicar el artículo 54 de la Constitución y presionar, sin rubor alguno, al INE y al Tribunal Electoral para que resuelvan conforme al arbitrario criterio presidencial. Y en otro patente abuso de su poder, el presidente exige amenazante a los hombres más ricos de México que se definan públicamente si están de acuerdo y apoyan la sobrerrepresentación, queriéndoles cobrar así los jugosísimos contratos que les ha conferido durante su sexenio y que, según su propia confesión, los ha hecho aún más ricos.
Parece que está a punto de repetirse hoy el mismo escenario de la oposición democrática frente al gobierno autoritario en el antiguo régimen priista: “Ganamos el debate, pero perdimos la votación”. El avasallamiento de la mayoría sometía a la razón.
Lamentablemente, mientras pergeñaba este texto, el INE, con siete votos contra cuatro, resolvió regalarle a Morena una sobrerrepresentación que no obtuvo en las urnas ni se sustentaba en el artículo 54 de la Constitución, que se interpretó de manera facciosa y antijurídica. La morenista presidenta del INE, Guadalupe Taddei, designada por AMLO, cumplió fielmente con el propósito para el que fue nombrada, destruir a la institución y acabar con el pluralismo. Y todavía, con desfachatez, declaró al fin de la jornada: “El INE no quita ni regala diputaciones ni senadurías. La única que puede hacerlo es la ciudadanía con su voto”, cuando precisamente lo que hizo el INE fue quitar legisladores a la oposición y regalárselos a Morena y a sus impresentables partidos aliados, PVEM y PT, que no se los dio la ciudadanía con su voto, sino la indignidad y la obsecuencia de siete consejeros con los presidentes, el saliente y la entrante. “Fue un viernes negro”, como declaró la digna presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Norma Piña.
Pero, quizá, lo más ominoso de la estrategia del oficialismo contra la Constitución y la democracia, es la intención – una vez que se tenga la mayoría calificada- de modificar el artículo 1º de nuestra ley fundamental, a lo cual que no se le ha dado la debida importancia o no se le ha dado ninguna, y cuyo texto actual representa la reforma más importante y trascendental que ha sufrido nuestra Constitución desde su promulgación en 1917. Puede decirse que ahora es el alma de nuestra Carta Magna, porque su contenido normativo está sustentado en el principio supremo de la dignidad humana, que es la raíz, el tronco y el follaje de los derechos humanos.
De facto ya ha empezado a derogarse dicho precepto como lo evidencia el presidente de la República y sus corifeos en el Congreso, al sostener el criterio de que las resoluciones de la Comisión y de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, y de otros organismos internacionales, relativas a México, son injerencistas y violan nuestra soberanía nacional, ello con supina ignorancia de que el propio Estado mexicano, en pleno ejercicio de su soberanía, reconoció y se sometió a la jurisdicción de esas instancias internacionales. Se ha vuelto al concepto ramplón del nacionalismo chauvinista (“nacionalismo de cartón piedra”, lo acaba de llamar el sub. Marcos) – que en el continente americano ya sólo postulan Daniel Ortega, Díaz-Canel y Maduro – para justificar la violación de las obligaciones internacionales de México, en el ámbito de los derechos humanos. “El amor a mi patria -decía Albert Camus- me impide ser nacionalista”.
No se pueden violar tratados internacionales ni desobedecer órganos internacionales, y aun tratarlos con burlas y sarcasmos, bajo una supuesta defensa de la soberanía nacional El ilustre constitucionalista y exministro de la Suprema Corte de justicia, Felipe Tena Ramírez, decía que los Estados, como entre los caballeros, la palabra de honor se cumple, no se discute (cito de memoria).
Lo mismo sucede con las iniciativas del presidente de la República para incrementar el número de delitos sujetos a prisión preventiva oficiosa y la de incorporar la Guardia Nacional a la Sedena, lo que, en el primer caso, viola el principio de presunción de inocencia, establecido en el artículo 20 de la Constitución, y, en el segundo, vulnera los artículos 21, que dispone que “las instituciones de seguridad pública, incluyendo la Guardia Nacional, serán de carácter civil”, y el artículo 29, el cual ordena que “en tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”. Lo anterior contraviene, además, los estándares y los instrumentos internacionales en materia de derechos humanos, los cuales, de acuerdo con el artículo 1 constitucional forman parte de nuestra Carta Magna.
El mismo precepto citado obliga al presidente, y a todas las autoridades, en el ámbito de su competencia, a promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad. En las antípodas del espíritu y la letra de dicha disposición, AMLO intenta consumar el atropello a los derechos humanos y retrotraer nuestro régimen jurídico-político a una etapa aciaga del monopolio del poder político, que fue sólo superada por el esfuerzo, el sacrificio, el patriotismo, y aun la sangre, de muchos miles de mexicanos.
Aquí no se trata de derecha y de izquierda, que es la maniquea dicotomía que ha utilizado el presidente, como buen populista, para polarizar a los mexicanos y dividirlos: de un lado, los malos, hipócritas, traidores, perversos, corruptos, a punto de la condenación eterna; y del otro, los buenos, puros, honestos, incorruptos, casi en olor de santidad. Pero si, por ejemplo, un gobernador corrupto del PRI quiere ser absuelto de pecado, obtener impunidad y, además, recibir una apetitosa canonjía, se pasa a Morena, y ya está.
Todos los populistas sean de “izquierda” o de “derecha” usan estas referencias geométricas para satanizar a los del bando contrario. Curiosamente AMLO se asume de izquierda para satanizar a los que él considera de derecha y Trump, a su vez, se proclama de derecha para satanizar a los que él ubica en la izquierda.
Ambos utilizan los mismos adjetivos descalificativos en contra de sus opuestos. Y, sin embargo, ambos dicen ser amigos que se respetan, aunque si bien es verdad que de parte de AMLO todo han sido elogios para su amigo Trump, éste ha dicho del otro que es un presidente que se dobla muy fácilmente y de los mexicanos migrantes que son violadores y delincuentes. Parafraseando a George Orwell, podemos decir que los dos son amigos, pero uno es más amigo que el otro. Por encima de los desequilibrios de su amistad, los une su talante populista, su antiintelectualismo y su profundo e íntimo desprecio por el orden constitucional-democrático. Ambos también inventan culpables para responsabilizarlos de sus propias inepcias y fracasos. A este respecto,
Felipe González, el mayor artífice de la consolidación y desarrollo de la democracia en España, expresa que: “El populismo son respuestas simples a problemas complejos que sólo funcionan cuando quien las propone señala culpables para exculparse”. (Citado por María Elena Roca Berea, Imperofobia y leyenda negra, Siruela 2017).
Con la precisión que lo caracterizaba, Efraín González Morfin decía que los populistas de izquierda y de derecha son dos hermanos gemelos que se dan la mano por detrás.
Por otro lado, es preocupante que el inocultable carácter autoritario de AMLO, al parecer ha sido acríticamente asumido por una buena parte de la enorme grey de sus partidarios. Y es que – como señala Anne Applebaum- : “El autoritarismo es algo que atrae simplemente a las personas que no toleran la complejidad: no hay nada intrínseco de izquierdas o de derechas. Es meramente antipluralista” (El Ocaso Democracia, Debate,2020). Por ello quiere abatir el disenso y la oposición. El presidente tiene nostalgia y quiere restaurar el sistema autoritario en que se formó.
Debe tenerse presente, por último, que esta decisión del presidente de dinamitar la Constitución y la democracia, o sea, nuestro régimen constitucional democrático, que es fruto de largas luchas en que se empeñó el pueblo de México y que apenas se está consolidando, constituiría un viraje salvaje hacia el pasado, que impediría el desarrollo del país y que lo sumiría en un letargo autoritario, y del cual quién
sabe cuándo podría salir. Los ejemplos cercanos de Cuba, Venezuela y Nicaragua son testigos irrecusables de las dificultades extremas para recuperar la vida constitucional, la democracia y con ellas el reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales del hombre.
Aun cuando ya está el hacha preparada para derribar el árbol, aún queda un tiempo perentorio para que el derecho hable y se salve la democracia. Depende de la independencia con la que actúe el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación para resolver en los próximos días el diferendo constitucional de la sobrerrepresentación.
Pero depende también -en mayor medida y cualquiera sea el desenlace- de la acción animosa de los ciudadanos que creen en la eficacia del derecho como instrumento natural de la justicia, que asumen su convicción en los valores democráticos, y que no se resignarán nunca al oprobio de vivir bajo un gobierno autoritario.
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