Por Alejandro Páez Varela
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“Un cierre de sexenio agitado”, dice este sábado el diario mexicano Reforma. Enumera: “marchas contra la Reforma al Poder Judicial, bloqueos viales, caída del peso, roces diplomáticos y narcoviolencia”. Cualquiera agregaría: que no se le olvide a Reforma en su maravilloso recuento lo de los pájaros, que se cagan en las banquetas; y de los niños, que lloran porque no les han cambiado el pañal. Y que cae granizo en las zonas altas y lluvias torrenciales en las regiones bajas. Y que en alguna parte del país alguien siente tristeza porque chocó su carro dos días después de que venció el seguro.
Ya nadie recuerda la angustia de un país que se hunde bajo tus pies. Eso fue el último año de todos los presidentes en medio siglo, al menos. Es lo que se sintió al finalizar el sexenio de Carlos Salinas y eso se sintió gran parte del periodo de Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto.
Nadie dice que Andrés Manuel López Obrador no cierra con estruendo. Pero, aunque causa estrías en el cerebro pensarlo bien, analizarlo bien, la mayoría de los frentes que él mismo abre es porque los mide, los deja evolucionar, los gobierna y los cierra. Y cualquiera que rechace o niegue lo anterior se niega a sí mismo porque durante un sexenio entero estuvieron a dale y dale y dale con que el Presidente abría frentes innecesarios para “dividir a la sociedad”, para “polarizar a los mexicanos”. Es decir, frentes abiertos que gobernaba.
¿Vemos a un López Obrador abriendo frentes o vemos un país que se hunde bajo nuestros pies? Es lo primero, por fortuna. Son frentes que él abre y maneja. Al menos concédale eso. Y no por honestidad intelectual, sino porque coincide con lo que han dicho, si son opositores, durante todo el sexenio.
Segunda imagen
Justo eso: observadores del acontecer económico y político en México se han concentrado en los últimos días en analizar los distintos frentes que el Presidente sostiene al cierre de su mandato. Algunos dicen que concluye el sexenio “radicalizado” –lo cual algunos ven bien y otros mal– y otros (y yo mismo) creen (creemos) que no es así; que eso ha sido López Obrador durante toda su carrera política y que eso es ahora, en la despedida.
Hay que imaginarlo arriba del ring. Es alguien que ha esperado este momento toda su vida. No va a aflojar en el último round sólo porque es el último. Todo lo contrario. Es un fajador, está sobre el ring, ¿y quieren que se baje? No se equivoquen: no se baja: busca el nocaut.
Y sigue buscando una mejor foto. Hay una foto, o hay muchas fotos. Cada quién tiene la suya. Pero él no dejará de buscar una foto mejor; una donde esté girado de la cintura con el puño recto sobre la mandíbula de un enemigo que sangra de la ceja y la nariz.
Tiene varias fotos y aún así quiere otra. Se acaba el último round y no desiste. No deja de disparar golpes, incluso si eso implica descuidar la guardia. Pum, pum: a Norma Piña; pum, pum: a las élites económicas encabezadas por Claudio X. González. Pum, pum: a los intelectuales, los académicos, los medios, y los ricos listillos y envenenadores del tipo Ricardo Salinas Pliego.
Tercera imagen
Los analistas y opinadores dicen que destruyó la política exterior mexicana; pero nunca antes un Embajador de Estados Unidos, como lo ha hecho Ken Salazar, reculó ante el reclamo de su país huésped. Le dicen que con Norma Piña no pudo; ya veremos en un año si la Ministra presidenta sigue al frente de la Suprema Corte y cómo queda cada quién en la memoria colectiva. Dicen que deshizo la economía y que el Tren Maya, Dos Bocas, los aeropuertos o el Corredor Interoceánico fueron pura pérdida de tiempo y de dinero; lo dicen los que pronosticaban un dólar a 30, 35 pesos; los que decían que perderíamos nuestras casas y nuestros empleos; los que hablaban del cierre de iglesias, de la pérdida de la libertad religiosa y de que incluso las bodas –no es broma– serían prohibidas.
Le lanzan cosas al ring como se las lanzaban a Peña Nieto al final del sexenio. Y Peña Nieto corrió a su esquina a esconderse en el cubo de agua por los ramalazos que le aplicaban los poderes de facto. Pero López Obrador no. Le pegan y lo provocan más. Intentan decirle que no tire golpes en el último round. Es una mala idea. Es alguien que ha esperado toda su vida este momento. Y no les va a dar el gusto de aflojar en el último round sólo porque es el último. Todo lo contrario.
Le dan razones para buscar una nueva foto, una foto mejor, girando la cintura con el puño recto sobre la mandíbula de un enemigo que sangra desde 2018 y no ha dejado de sangrar, seis años después.
Cuarta imagen
Enrique Krauze dice este domingo que el dictador López llevó a México a la era de las cavernas. Ya no somos una monarquía, como había dicho días antes: las posibilidades mismas de la sociedad para organizarse han sido destruidas por este Gobierno. No queda piedra sobre piedra.
“La regresión es gigantesca. ¿A qué época? ¿A la Colonia? No, porque existían sólidas leyes e instituciones jurídicas que protegían a la sociedad frente al poder. ¿A la era anterior a la promulgación de la República en 1824? No, porque Iturbide buscó gobernar como un monarca constitucional. ¿A dónde, entonces, nos ha retrotraído la destrucción del legado liberal y el revolucionario de los siglos XIX y XX? Nos ha vuelto a los tiempos más extremos de nuestras guerras fratricidas”, escribe en Reforma.
Este México que sufrimos, según Krauze, es peor que el 1968 de Gustavo Díaz Ordaz; peor que el caos que sobrevino al “error de diciembre” con Zedillo. Es peor que los sexenios de Luis Echeverría, José López Portillo y Miguel de la Madrid, por supuesto, cuando no había país, sino un abismo bajo nuestros pies. El México que vivimos es peor que el 1994 de Carlos Salinas de Gortari y para terminar pronto, es peor que toda la dictadura (que él tanto respeta y promueve) de Porfirio Díaz.
No hay herida más grande para la Patria que la que sangra por culpa de López. Ni la que dejaron los gringos después de apoderarse de la mitad del territorio, ni cuando Benito Juárez corría por todo el país para evadir a los invasores extranjeros. López ha adelantado el Apocalipsis, dice Krauze, y no es posible saber si él se cree lo que escribe, pero es posible especular que no.
México ya no es una monarquía, como había dicho la víspera. Con el dictador López regresamos –afirma uno de los intelectuales favoritos del salinismo– a la era de las cavernas. Y espérense porque la reforma “acabará con la carrera judicial, sorteará a los jueces, desquiciará los juicios de toda índole, arriesgará la continuidad del T-MEC, nos depreciará en los mercados, desalentará las inversiones y consagrará la única Ley que respeta el Gobierno actual y sus aliados abiertos o inconfesables: la Ley de la selva en la que el dictador (ya podemos llamarlo así) llevará la tajada del león”.
La angustia de Krauze es tan grande (¿recuerdan su video días antes de la elección, rogándole votos a los jóvenes con los ojos vidriosos?) y yo me pregunto si ya no se recuperará. Quizás un contratito millonario, o varios, alivien su pena. Pero lo dudo. No recuerdo una tristeza tan profunda.
Quinta imagen
La idea de que “se destruye la República” es porque la República que conciben es una que reparte privilegios hasta por respirar.
En el colmo, alguien que cobra una pensión vitalicia desde hace 30 años por haber trabajado ¡siete meses! en la Suprema Corte; alguien que cobra en el Colegio de México, en la UNAM y en no se qué tantas instituciones públicas más sale a gritar que “se destruye la República”.
Descarado, Diego Valadés. Aparece en publico y grita que López Obrador destruye la República y uno se pregunta, con razón, a qué República se refiere.
No digo que Diego Valadés, los intelectuales, los periodistas renombrados y los académicos no tengan derecho a defender aquello en lo que creen. Pero deben considerar que ahora hay una mayoría que ve el abuso (y la defensa del abuso) como una verdadera chingadera.
No los creo muy demócratas, pero si tienen alguna mínima noción del término “democracia” estarán de acuerdo en que esa nueva mayoría tiene derecho a decidir si le paga o no los colegios en el extranjero a los hijos de la élite; si les sigue pagando sus casas de Valle de Bravo o de donde sea; y sus guaruras y choferes, y sus autos BMW, etcétera.
Han vivido pensado que todo es gratis y que México es una República Todo Incluido. Y sí, la República platónica es eso, pero las mayorías no quieren ya malgastar sus vidas trabajando día y noche para pagarles sábanas de seda.
Porque no, sus privilegios (“apapachos”, definiría Héctor Aguilar Camín) no son gratis. Le cuestan a alguien o, más bien dicho, nos cuestan a todos.
“Se destruye la República”, dice Valadés, un hombre que, en un país con 50 millones de pobres, lleva treinta años cobrando una pensión que le regaló Ernesto Zedillo por 7 meses de trabajo.
Cualquiera tiene derecho a preguntarle, al menos, a qué república se refiere.
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