Por Alejandro Páez Varela
Es probable que muchos de nosotros nos encontremos, algunas veces en la vida, como el Sísifo de la mitología griega. El todopoderoso Zeus condena al personaje a empujar, por la pendiente de una montaña, una piedra que, al llegar a la cima, se regresa. Y hay que volverla a empujar. Así por la eternidad. Y allí va Sísifo cargando su condena: una piedra cuesta arriba que se vuelve a desbarrancar. Y sí, a veces así se siente esta vida.
Cualquiera puede preguntarse qué sentido tiene seguir, si esto no tiene final. Si cada mañana la piedra está junto a la cama, áspera e intacta, y nuestro destino es recomenzar. El filósofo francés Albert Camus –que escudriñó el mito de Sísifo– afirmaba que hay apenas un instante en el que el condenado encuentra paz: es cuando ha llevado la piedra a la cima y justo antes de que caiga al precipicio para obligarlo a recomenzar. Un instante en el que siente la libertad, antes de que se le imponga nuevamente la condena.
Se olvida con gran facilidad, pero nuestros abuelos, nuestros padres y nosotros mismos experimentamos cada seis años esa agonía de Sísifo, cuando el país desbarrancaba. La desesperanza no estaba en tener que empujar, que al final de cuentas de eso se trata la vida. La desesperanza era ver al país caer una y otra vez en el abismo y con él, todas nuestras ilusiones. Se olvida, pero hace tan poco tiempo tuvimos que empujar la piedra hacia arriba y luego verla caer en el abismo sin posibilidad de meter las manos, como una maldición. Vale la pena recordarlo porque si se olvida, no importan las condiciones, lo volveremos repetir.
Muchos de nosotros recordamos los finales trágicos de sexenio con sabor amargo. Nos es grato verme vulnerable, esperando el momento en el que me iban a despedir, entre 1995-1996, por una crisis económica que apenas comprendía. Un golpe duro, noticia principal en los diarios, y a la zozobra. Y antes, ver a mamá tristear con cien pesos en la bolsa que eran cincuenta al llegar a la esquina. O sentir que todo se va al carajo y no hay en casa –somos fronterizos– un puñado de dólares bajo el colchón para resistir. Esos momentos marcan una vida. Por fortuna aquello se fue, pero es necesario recordarlo para que nunca demos espacio a que se repita.
Pero hay otros momentos trágicos que no son un golpe seco como la devaluación de la moneda o como la piedra cayendo al precipicio. Pero son golpes. Escojo como ejemplo, porque funciona, uno muy de nuestros días: lo que ha pasado con el IFE-INE. No ha sido un golpazo, y eso deben entenderlo quienes empezaron a marchar apenas en estas últimas semanas en un país que ha marchado por décadas, en peores condiciones y por causas realmente graves.
Durante años, muchos de nosotros presionamos para que existieran autoridades electorales a prueba de fuego. Quizás usted y yo no seamos José Woldenberg, pero reconozco en cada uno de nuestros actos y en nuestros reclamos un granito de arena para que se construyeran instituciones. No fue sólo él en esa lucha, pues. Y aunque a una élite intelectual le encanta decir que “la democracia no se construyó en un día” para ejemplificar su “enorme esfuerzo por darnos Patria”, también es cierto que lo que tenemos, sea lo que sea, no lo construyó esa élite o exclusivamente esa élite.
En cada marcha, en cada plantón, en cada protesta, en cada acto de conciencia y en cada texto o en cada foto, ciudadanos tomamos parte de ese movimiento para arrebatarle a los gobiernos las instituciones porque las usaron para robar. Lo que hicimos entre todos fue empujar la piedra cuesta arriba cada uno a su manera: las jefas de familia, sacando su credencial y votando; las organizaciones sociales promoviendo el voto y proponiendo mejoras. Algunos, actuando de buena fe, fueron candidatos y otros los promovieron también de buena fe. Y así. Pequeños actos heroicos para buscar una normalidad democrática.
Pero la piedra tuvo tropiezos en el camino y se atoró, más de una vez. Y otras veces, como cuando PRI y PAN se apropiaron de los consejeros del Instituto, la piedra dio brincos para atrás. Y bueno, los fraudes electorales como el de 2006, cuando las élites pusieron a un Presidente contra la voluntad de las mayorías; y otros fraudes más pequeños en los estados que se ignoraron porque no se quiso aceptar, en su momento, que se iba de reversa de manera paulatina. Pero se iba de reversa. Le duela a quien le duela. Y así llegamos a nuestros días.
Quienes tienen hoy al INE bajo su control intentaron negar, por todos los medios, la existencia de fraudes electorales porque aceptarlos significaba reconocer que la herramienta había fallado. No aceptaron tropiezos en nuestra naciente democracia y entonces por normalizarlos, caminamos de reversa. Que Elba Esther Gordillo impusiera a Luis Carlos Ugalde o que Luis Videgaray y Enrique Peña nos dejaran a Lorenzo Córdova era y es una anomalía, un desperfecto, un empujón a la piedra de regreso. Pero en vez de reconocerlo intentaron suavizarlo; en vez de corregirlo propusieron ignorarlo. Y entonces el Instituto de las elecciones (y lo mismo ha pasado con el Tribunal Electoral) se fue descomponiendo hasta que un grupo mayoritario de ciudadanos demandó un cambio.
La piedra iba de reversa y lo negaron, pero no fue por inocencia. Quienes defienden desde la cúpula al INE (y aquí caben PRI y PAN; las élites intelectuales y económicas; los exconsejeros y consejeros en activo, etcétera) se beneficiaron con él. Como varios segmentos del Estado, el Instituto les proporcionó espacios VIP-todo-pagado para hacer activismo del más rentable: el que esconde los beneficios económicos que recibes y a su vez te hace ver, ante los poco informados, como héroes o hasta mártires de la democracia.
Pero luego vino una mayoría que votó abrumadoramente por quien garantizara la reconstrucción de las instituciones, dado que quienes las dirigían habían decidido, deliberadamente, cerrar los ojos, dejar que la piedra se deslizara de reversa y acomodarse sobre una camita de salarios, aguinaldos y prestaciones que cualquiera hubiera soñado. Vino esa mayoría que dijo: quiero un cambio. Pero hay un puñado atrincherado que quiere hacernos pensar que lo que hace es heroico. Y no es heroico. Se ven como padres de la democracia mexicana pero no lo son. Defienden un espacio que pensaron suyo para siempre y que habían ya presupuestado como parte de su ingreso a perpetuidad.
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Corre en paralelo al mito de Sísifo (que empujamos una piedra que siempre caerá, sin remedio) otra idea que tampoco es nueva y que es menos dramática. Es la idea del progreso. Desde el cristianismo es posible entenderla mejor: que la humanidad viene del pecado –estoy simplificando– pero que su destino puede ser el paraíso; que si cumplimos ciertas condiciones, progresamos a mejor; que no necesariamente tenemos que despertar durante una eternidad con la piedra áspera e insolente junto a la cama, esperando a ser empujada en vano.
Lo que debió suceder con el IFE y el INE es que, después de haber sido mancillados; después de que los consejeros se volvieron posiciones del Gobierno en turno (de PRI y PAN) y después de cada fraude electoral, se hubiera aceptado que la herramienta era perfectible. Para no llegar a un día como hoy, debieron aceptar ante los ojos del país que Gordillo, el PAN, el PRI, Peña, Fox y Calderón le metieron mano al Instituto. De todas maneras no iban a poder ocultarlo. De todas maneras era demasiado público.
Debieron aceptar que hubo penetración de las peores fuerzas de este país y debieron iniciar la reconstrucción. Pero no fue así. Y en parte es porque le tocaba hacerlo a Lorenzo Córdova pero eso pasaba por exhibir a Lorenzo Córdova. Y en parte es porque tocaba, entonces sí, que Pepe Woldenberg brincara de su silla y alertara que el agua de caño manchaba al IFE-INE. Pero eso pasaba por reconocer que eso que ve como su hijo se había corrompido. Pues a un hijo se le corrige, con amor pero se le amonesta, con afán de recuperarlo.
Me parece que hubo también falta de honestidad. Si se le pregunta hoy a Woldenberg qué opina del fraude electoral de 2006, dirá: ¿cuál fraude? Argumenta, y procura no salirse de allí, que con base en las leyes aprobadas por otros –el Legislativo– eso que vimos millones de individuos no era fraude, pero para entonces la institución electoral ya estaba contaminada por los mismos que tenían el Legislativo. Allí está uno de los apagones en el argumento. Prefirió no dar esa batalla por sanear al Instituto porque, por otro lado, el mismo equipo que él piloteaba desde lejos iba bien, se veía bien y nadie decía nada. Y ese equipo (entre ellos Lorenzo Córdova y Ciro Murayama) tenía gobernabilidad, margen de maniobra y presupuestos para además organizar foros en donde varios de la élite pudieran ser los invitados especiales.
La idea del progreso plantea crecer, progresar paulatinamente, ir rumbo a mejor. Esa élite, en cambio, prefirió subir la piedra de Sísifo. Y aquí vamos los ciudadanos, otra vez, a levantar la carga que ellos dejaron caer por negarse a ver, o por ver pero negarse a hacer algo.
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A la élite académica e intelectual se le olvida, pero nuestros abuelos, nuestros padres y nosotros mismos experimentamos en cada elección la agonía de Sísifo, de un país que se violenta y entonces se desbarranca. La desesperanza no estaba en tener que empujar hacia otra elección, que al final de cuentas de eso se trata la vida democrática. La desesperanza era ver al país caer una y otra vez en el abismo por culpa de elecciones que esa élite certificaba como válidas.
Se olvida por conveniencia, pero si salen un rato de la nube y preguntan cuántos guardan fotos de las colas pagadas por el PRI en Edomex, apenas en 2017, seguro encontraran a varios. Fotos de no hace 50 años, porque entonces ni siquiera existían los celulares (ni instituciones): fotos de esta última década.
Hasta hace poco tiempo, los ciudadanos seguimos empujando una piedra hacia arriba para luego vernos caer al abismo de la mano de un Peña Nieto, un Felipe Calderón. Vale la pena recordarlo porque si se olvida, no importan las condiciones, lo volveremos repetir. Mejor sería que la élite aceptara que defiende los salarios, los aguinaldos, la vida VIP-todo-pagado y no un deseo de “conservar la democracia”. Eso no les importó (sobra evidencia) cuando se denunció fraude y prefirieron sacar desplegados para validarlo. ¿Entonces qué es lo que defienden? Lamento decir que una vulgaridad: los beneficios metálicos que deja acomodarse a los deseos del poder.
No era dejar caer la piedra: era corregir y avanzar. Pero quisieron conservar los privilegios y para conservarlos había que ignorar lo que estaba pasando. Ahora se ven obligados a sostener que la institución es impecable y que por eso no se toca. Pero no, no es impecable. Y sí, sí se toca. Esa misma élite fue testigo de que, en efecto, se toca.
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