Mujeres migrantes: Jugarse el futuro en una travesía 

octubre 23, 2023
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Por Ana Castañuela y Renata Guzmán Collignon

El viaje de Darinka  

Hace cuatro años y medio que Darinka decidió irse de su natal Camagüey, Cuba, hacia Santiago de Chile en compañía de su esposo Roberto y su hija Yaima, de entonces tres años de edad. 

En Cuba su esposo ganaba el salario mínimo: 2 mil 100 pesos cubanos al mes (equivalente a mil 600 pesos mexicanos) y ella no tenía empleo. Esa situación económica los obligó a salir de la isla. 

Lo hicieron de manera ilegal, pues no contaban con la visa o permiso vigente para ingresar a Chile, y tampoco cumplían con el requisito de acreditación de solvencia económica para financiar la estadía en ese país. 

Entre enero y mayo de 2018 la Policía de Investigaciones en Chile detectó 3 mil 182 ingresos clandestinos de extranjeros a Chile, y 2 mil 078 de ellos eran cubanos. 

Darinka y su esposo se separaron durante su primer año en Chile. 

Ella asegura que Roberto “era un jeboso” (mujeriego). Actualmente Darinka vive con su hija y su nueva pareja, a quien conoció en Chile. Hizo varios trámites para que ella y su hija tuvieran una estancia legal en ese país. Sin embargo, a ambas les fue negada la carta de nacionalización en tres ocasiones. 

Ella dice que los primeros años en esa nación fueron difíciles. Asegura que sufría discriminación debido a su condición de extranjera. Sostiene que en varias ocasiones la acusaron de delinquir, pues hay extranjeros que “hacen daño” y los chilenos “los ven a todos con los mismos ojos”. 

Pasó casi cinco años en ese país, pero ella “nunca se sintió con los pies bien puestos sobre la tierra”. Darinka y su pareja no tenían un trabajo estable. 

Ella hacía “trabajitos que salían”, entre ellos limpieza del hogar, y él era obrero y ganaba alrededor de mil 500 pesos chilenos diarios (unos 237 pesos mexicanos). No completaba para la manutención de su hija. Nuevamente se enfrentó a lo mismo que en Cuba: “el dinero ya no le daba para vivir”.  

Darinka recordó que hace un año y medio su esposo, el padre de Yaima, dejó Chile y logró llegar a Estados Unidos, lo que la llevó a plantearse el objetivo de ir en búsqueda de él para que también se hiciera responsable de su pequeña. 

El pasado 22 de agosto Darinka emprendió el viaje en compañía de su hija y su pareja. Su destino: la ciudad de Hialeah, en el condado de Miami-Dade, Florida, donde reside su esposo. 

Ella, su hija y su pareja tomaron cada uno una mochila en la que metieron dos mudas de ropa, un par de tenis y algunos alimentos enlatados. Guardaron el dinero que poseían y se marcharon. Atravesaron varios países en autobús a través de los 17 mil kilómetros de la carretera Panamericana. 

En su paso por la frontera entre el Salvador y Guatemala, durante la tarde noche, policías armados detuvieron en un retén la unidad en que viajaban. 

—Bájense ahora mismo o aquí se quedan–, les ordenó uno de ellos. 

Todos acataron la instrucción. Abajo les exigieron dinero uno por uno. Cuando llegó el turno de Darinka “le metieron las manos” a sus bolsillos y por debajo de la ropa y le quitaron los 200 pesos que traía.  A su esposo también le quitaron 200 pesos. Hubo “quienes la pasaron peor y no volvieron a subir”, comenta. 

Hace dos semanas llegó junto a su hija y su pareja a la ciudad de Saltillo a refugiarse en La Casa del Migrante.

“Como todos”, dice Darinka, su sueño es llegar a su destino y ponerse a trabajar para salir adelante, apoyar a su familia y que su hija estudie de manera estable, pues debido a los diversos desplazamientos no logra adaptarse a las nuevas escuelas, y “es como un trauma para ella”.

Mientras su pareja trabaja durante las mañanas y parte de la tarde para poder conseguir dinero, ella cuida a su hija. Ambos esperan a que las autoridades migratorias estadunidenses la llamen y le den “la cita” para ingresar a ese país por la frontera de Piedras Negras, Coahuila, pues le han dicho que “es la más segura”. 

Las dos migraciones de Estefanía 

Hace siete años Estefanía comenzó en Caracas un negocio de piñatería. Era una actividad en la que lograba “desenvolverse” debido a su creatividad y su facilidad con las manualidades. 

Dice que le iba “muy bien”. Obtenía más de lo que en promedio se gana en el sector del comercio: el equivalente a 2 mil 930 pesos mexicanos mensuales. Incluso le alcanzó para sacar a crédito una casa propia. 

Sin embargo, refiere que cuando el emprendimiento comenzó a crecer las autoridades la pusieron en la mira: le cobraron impuestos, le exigieron cumplir regulaciones y le hicieron prometer su voto por el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV).

Estefanía no aceptó…y las dificultades llegaron. Dejó de irle bien en el negocio y asegura que le quitaron la casa que con esfuerzo pagó durante tres años. 

Derivado de esa situación, decidió abandonar su país. Emigró a Bogotá, Colombia. Ella era una de las 2.5 millones de personas de nacionalidad venezolana que para febrero de 2022 se habían establecido en ese país, 20% de ellos en Bogotá, según datos de las autoridades migratorias colombianas.  

Estefanía estableció nuevamente un negocio de piñatería ahora en Bogotá. Después de seis años, las ganancias no eran suficientes para cubrir las necesidades de su familia. 

En septiembre pasado decidió emigrar por segunda vez, pero esta vez a Estados Unidos, un viaje de 4 mil 500 kilómetros. 

Un año y medio atrás las primas, un primo y un hermano de Estefanía logaron ingresar a Estados Unidos, lo que la motivó a dejar Bogotá, pues ya había quienes la esperaban en Florida. 

Hace apenas un mes y cinco días comenzó la travesía. Tenía en mente migrar sola, sin embargo, tres amigos también venezolanos que conoció en Bogotá decidieron unirse a ella y acompañarla. 

En la carretera, a la altura de la frontera entre Guatemala y México, hombres uniformados detuvieron el autobús en el que viajaban Estefanía y sus amigos. Todos los pasajeros estaban asustados. Comenzaron a esconder sus pertenencias. Los uniformados subieron a la unidad y ordenaron: 

–Guarden sus celulares, no pueden grabar ni hacer nada.

Luego, mediante gritos y amenazas les exigieron dinero. Los migrantes sacaron el poco dinero que tenían y uno por uno lo fueron entregando a los uniformados. Los que negaron traer consigo dinero fueron bajados para “esculcarlos”. 

–Dame 100 quetzales—, le dijo uno de los hombres a Estefanía cuando llegó su turno.

 –No tengo esa plata, aseguró Estefanía. 

–Bájate, le dijo el hombre. 

Una vez abajo, uno de los agentes comenzó a tocarla para comprobar si traía dinero consigo. Metió sus manos bajo su ropa y comenzó a tocarle los senos. 

Estaba asustada. No se defendió. Quería continuar su viaje. Dejó que le quitaran 20 quetzales (equivalentes a casi 50 pesos) y la dejaron regresar al autobús. 

Ella y sus acompañantes atravesaron el territorio mexicano. Llegaron a Ciudad Juárez y ese mismo día decidieron irse, pues los “polleros” dijeron a los amigos de Estefanía que tuvieran cuidado con ella, pues en la zona “cargan mujeres” y era muy peligroso. 

Asustados, se dirigieron a Monterrey, Nuevo León. Tenían el propósito de entregarse a las autoridades migratorias. No traían consigo mucho dinero. 

Sin embargo, consideraron que tenían lo suficiente para pagar un lugar donde quedarse algunos días y conseguir un trabajo. No sucedió así. Monterrey les resultó muy caro. Les cobraron 400 pesos la noche. Incluso les pidieron dinero por permitirles cargar sus celulares. 

Las cuentas no daban. No completaron de dinero para comer y pagar el alquiler. Tampoco pudieron entregarse porque no tenían la dirección exacta donde hacerlo. 

El 15 de septiembre decidieron dejar Monterrey. Esperaron en la central camionera hasta las cuatro de la mañana un autobús que los trajo a Saltillo, pues algunos migrantes con los que hablaron en el camino les comentaron que en esa ciudad había una Casa del Migrante y que era segura. 

Durante la espera presenciaron el momento en el que policías de Monterrey sacaron a “un montón” de migrantes que se hospedaban en un hotel cercano, para posteriormente quitarles dinero y pertenencias. 

Llegaron a Saltillo por la mañana. Ese mismo día los amigos de Estefanía se apuntaron en la lista de trabajo de la Casa del Migrante, en donde los apoyan para conseguir algún empleo durante su estadía. 

Estefanía piensa dejar Saltillo en la madrugada e irse a Piedras Negras. Sus familiares le dijeron que es la frontera más cercana y segura para entregarse a la autoridad migratoria e ingresar a Estados Unidos con éxito. 

Jennifer: una selva, siete países

Angustiada por inestabilidad económica y la falta de una buena educación para sus hijos, Jennifer decidió el pasado 17 de agosto emigrar junto con su esposo Rafael, su hija Nicole y su hijo Ángel, de nueve y dos años de edad respectivamente. 

Los problemas con el gobierno del presidente Nicolas Maduro, los conflictos en los barrios, la inseguridad, la falta de trabajo y de dinero para poder comer, fueron las causas por las que decidieron dejar su país. 

Jennifer y su familia pasaron tres largas y peligrosas noches en la selva del Darién, conocida como “El Tapón”, ubicada en la frontera entre Colombia y Panamá. 

Recuerda que en el camino tuvieron que evadir restos de animales y cuerpos humanos, algunos en estados de putrefacción, otros de personas que acababan de perder de la vida. “Cosas que uno nunca piensa ver”, agrega. 

Jennifer y su esposo tapaban los ojos a sus hijos procurando que no vieran esas escenas. 

La lluvia, los ríos, los animales salvajes, las mafias, la violencia física y sexual, el tráfico de personas, las enfermedades y lesiones son peligros que también se corren al cruzar la selva de El Darién. 

Según la emisora estadunidense La Voz de América, el río Turquesa ubicado en la selva de El Darién es uno de los cruces más peligrosos pues debido a sus fuertes corrientes miles de personas mueren ahogadas. Por ello migrantes y guías lo bautizaron como “El Río Muerte”. 

La inseguridad durante la travesía continuó. Cuenta que en varias ocasiones “personas uniformadas” se subieron a los autobuses en los que viajaban ella, su familia y otros migrantes. 

Le pedían a cada uno entre 300 y 500 pesos. Al que se negaba, lo bajaban del autobús a revisarlo. “No importaba la hora ni si tenías niños o no (…) A algunos los llegaron a secuestrar, los subían a una camioneta, les robaban y tristemente, unos ya no regresaban a subirse al bus”, comenta. 

Jennifer y su familia llevan ocho días en la Casa del Migrante de Saltillo, ciudad en la que, hasta el momento, no han tenido problemas y donde planean quedarse hasta que les acepten la cita para conseguir la autorización de entrar legalmente a Estados Unidos. Si no les dan el permiso, planean entregarse a las autoridades migratorias de ese país. 

“Espero que todo me salga como lo tengo en mente, porque imagínate pasar toda esa travesía y que no funcione, pero bueno, uno está con la de que si va a funcionar, más que nada por los niños, porque hemos pasado por la selva y siete países (…) Pero, aun así, uno se arriesga porque quiere buscar una vida mejor para sus hijos”. 

Mia y Naomi, las “comadres” 

Dos valientes “comadres”, Mia y Naomi, migraron de su país natal, Venezuela. Cada una recorrió un camino distinto, pero coincidieron en la Casa del Migrante en Saltillo, Coahuila, donde su amistad inició. 

Mia emigró de su país hace cinco años junto con su esposo Víctor, y sus hijos Alexis y Fernando, de 3 y 4 años, respectivamente. Los empujó a ello “la inseguridad, la delincuencia, la corrupción, la falta de trabajo y de ingresos para poder comer”, comenta. Naomi migró por las mismas causas, sólo que ella lo hizo sola y hace un mes y medio. 

Con la esperanza de encontrar un sitio seguro y una economía estable, Mia y su familia migraron primero a Bogotá, Colombia. Pero al ser extranjeros no les pagaban lo mismo que a los colombianos. 

El salario mínimo mensual en Colombia es de millón 260 mil 550 pesos colombianos, equivalente a cinco mil 311 pesos mexicanos. 

Un venezolano puede enfrentar desafíos en el mercado laboral colombiano debido a su estatus migratorio. La situación laboral puede variar: algunos pueden trabajar en empleos informales o temporales en tiendas y establecimientos, en servicios turísticos, barberías, venta de alimentos, gastrobares, servicios y mecánica automotriz. 

La Secretaría Distrital de Desarrollo Económico de Colombia señala que ocho de cada diez migrantes están en situación irregular en el país, lo que afecta sus posibilidades de tener empleo. 

Mía comenta que para un venezolano es complicado conseguir empleo. A veces requiere de la recomendación de un colombiano que “esté bien parado”. 

Además, señala, los venezolanos sufren discriminación en ese país. Ellos mismos la padecieron. Mia afirma que ella y su familia recibían a diario insultos. “Veneco”, “hijo de puta”, “regrese pa’ su país”, “muerto de hambre”, “ladrón”, les decían.

Vivir en Colombia ya no era opción. La comida y el alquiler de la vivienda subía constantemente de precio. No había trabajo y cuando lo había el salario no era justo. Ello orilló a Mia y a su esposo a emigrar hacia Estados Unidos, el mismo destino al que Naomi también se encaminó. 

Las “comadres” tienen fe de que Estados Unidos es seguro y justo; que en ese país las leyes se cumplen y pueden recibir protección, “no como en Venezuela en donde los malandros te sacan de tu casa y las autoridades no hacen nada al respecto”, explica Naomi.

Mia llegó a México poco antes que Naomi y comentó que la inseguridad no cesó durante el camino hacia Saltillo. Personas enmascaradas se subían a los autobuses que migrantes usaban de transporte. Les pedían 200 y 500 pesos. 

“Si uno no da el dinero que piden, los bajan del bus, los revisan y los amenazan con devolverlos a la frontera de México con Guatemala”, comenta Naomi. 

En uno de los retenes en México se subieron varias personas enmascaradas y comenzaron a exigir a los pasajeros que les dieran 500 pesos a cada uno. Una mujer enmascarada se acercó directamente a Mia 

–¡Me pagas los 500 o te bajo!, le gritó.

Mia estaba asustada, especialmente porque ahí también estaban sus hijos. Sin embargo, su esposo se interpuso y entregó los 500 pesos que la encapuchada pidió. 

El 15 de septiembre ambas llegaron a la Casa del Migrante de Saltillo. Ahí se encuentran “tranquilas”. Esperan respuesta a su solicitud de ingreso a Estados Unidos que, aseguran, les debe dar el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de ese país.  

Mientras tanto, Mia y Naomi pasan el tiempo juntas. Se apoyan, comparten ropa, se divierten, se cuidan. Naomi incluso disfruta cuidando a Fernando y Alexis, los hijos de Mia. 

“Comadres”, es el apodo que ellas mismas se pusieron, pues escucharon que así se les dice en México a las que son las mejores amigas.

Todavía no tienen en mente un sitio en donde establecerse cuando lleguen a Estados Unidos, pero de lo que si están seguras es que ambas quieren conservar y cuidar su amistad. 

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