Por Gween-Aelle Falange
Yo no he sanado. Sigo con el miedo pegado a la piel. Voy por la calle sin tapabocas, porque respirar a nariz descubierta es un profundo placer, porque dicen que la pandemia terminó, que si nos enfermamos, no será tan grave, que no nos vamos ya a morir todos.
Pero inhalo el miedo en cada respiración y el exhalar no sirve de nada, se queda atorado en mi garganta, en la boca de mi estómago.
Abrazo a la gente que tengo ganas de abrazar con más fuerza que antes, reparto besos francos y también besitos delicados por toda la cara de quién tengo enfrente, sin pensar, que el pensar detendría mis besos en el acto.
Asisto a reuniones con decenas de personas, me trepo al teleférico, al pesero, a la lancha sin pensar en lo que podría pasar. Me doy permiso de imaginar al teleférico cayendo, sí, o al pesero siendo asaltado, a la barca volteándose y a todos nosotros faltar de aire, hincharse nuestros pulmones de agua, porque son miedos palpables, más fáciles de alejar que el espectro que no logro despegar de mi mente.
Lo que vivimos no se puede nada más dejar atrás, no puede reducirse a una lección en el libro de historia para las generaciones futuras.
No nada más perdimos la chamba, no nada más nos aislamos, sino que nos morimos, muchos. No conozco familia que no haya sido amputada de algún miembro, que no llore a algún amigo.
No podemos, no debemos de jugar a que como ya terminó, no pasó nada. Que luego se revierte la situación.
Que al negar el miedo que traemos por dentro, –no te atrevas a decirme que tú no tienes miedo–, le entregamos llaves de la ciudad que somos, le regalamos nuestras tripas, nuestro corazón, nuestra mente y, para algunos, hasta el espíritu.
No recuerdo haber tenido tanto miedo desde el tiempo que empezó la epidemia del sida. Nos decían que usáramos condón, que sólo era para cierto sector de la población y ya. Yo una chavita, no medía el alcance del terror.
No teníamos internet, no había noticias en todos lados todo el día. No supe hasta años después lo que era realmente el miedo al morir por sexo.
Igual para el ébola que nos presentan como tan lejano, para la peste tan vieja, para el cólera, tan tratable, para el sarampión, tan “vacunable”.
Esta es la primera vez de mi vida que vivo un miedo colectivo provocado por una presencia no humana. Lo comparo con el miedo a los bombardeos en la guerra; por más que te cuides, igual te cae.
Y no, no me he curado. Y no nada más lo reconozco, sino que lo pregono. A ver si así se termina hundiendo con la famosa barca de mis otras pesadillas, con todos a bordo y no sobrevive el muy canijo. Ansío respirar sin pensar, y “que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad…”.
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