Por Jesús Gerardo Puentes Balderas
Imaginemos por un momento: ¿cuántos ciudadanos conocen los nombres de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación? ¿Cuántos conocen a los magistrados y jueces de su región (ya no hablemos en materia de circuitos)? Más aún, ¿cuántos comprenden realmente la estructura orgánica de los Poderes Judiciales, federal y local?
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La respuesta es reveladora: dicho conocimiento se limita, principalmente, a un círculo reducido a familiares de funcionarios judiciales, empleados del sistema judicial, abogados litigantes, académicos, analistas políticos y ciudadanos involucrados en procesos legales. Incluso, dentro de estos grupos, el conocimiento es parcial y fragmentado.
Esta realidad cobra especial relevancia ante la inminente elección de jueces, magistrados y ministros por voto popular. Una iniciativa que, más que una solución meditada, es una ocurrencia –desde la región hepática de un desquiciado mesiánico– sin pies ni cabeza ni consideración de sus complejas implicaciones prácticas.
La historia electoral mexicana nos ha enseñado una lección fundamental: nuestro voto suele estar más guiado por emociones –sea enojo, hartazgo o deseo de castigo al sistema– que por un análisis racional y profundo. Esta tendencia se evidencia en el limitado conocimiento ciudadano sobre nuestro actual sistema político: pese a la constante exposición mediática de los actores políticos, muchos mexicanos no pueden enumerar todos los partidos existentes ni identificar a sus representantes en el Senado, la Cámara de Diputados o los Congresos locales.
En este contexto surge una pregunta crucial: ¿cómo esperar una participación significativa e informada en la elección de funcionarios judiciales? Con poco tiempo para conocer a los candidatos ante una campaña limitada, sin estructura electoral, sin presupuesto asignado y, crucialmente, sin información clara sobre sus credenciales y méritos (si algunos).
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Ante este contexto, el proceso de elección parece haber nacido muerto y estar destinado al fracaso.
Los datos históricos respaldan este escepticismo. La participación electoral en México, particularmente en comicios intermedios, rara vez supera 50% del padrón. El caso más dramático se registró en 2003, con apenas 41% de participación nacional y un escaso 33% en Coahuila.
Las proyecciones de consultorías especializadas son aún más desalentadoras, proyectándose una participación entre 7% y 10% para la elección judicial. Este pronóstico, aunque parece pesimista, encuentra respaldo en experiencias recientes como la muy cutre consulta de revocación de mandato de 2022 que, pese a su amplia promoción desde la Presidencia, apenas alcanzó un 17.81% de participación promedio, equivalente a 16 millones de los 92 millones de votantes registrados.
Sin embargo, el análisis de los datos de dicha consulta es revelador: en 56% de los centros de votación (13 mil 416 de 23 mil 957) la participación no superó 7%; en otro 27% (seis mil 140 centros) la asistencia osciló entre 7% y 11 por ciento. En resumen, 83% de los centros registró una participación menor o igual al 11 por ciento.
A escala regional, sólo algunos estados mostraron una participación relativamente significativa: Tabasco (36%), Chiapas (35%), Campeche (28%), Veracruz (27%), Tlaxcala (25%), Oaxaca y Guerrero (24%). En la frontera norte Tamaulipas (18%) y Coahuila (16%) lideraron con cifras cercanas al promedio.
Lamentablemente, en México las jornadas electorales no se conciben sin la intervención de la maquinaria electoral de los partidos, sin el acarreo, sin la compra de votos y con presupuesto para operarlo; sin ello, la participación es mínima.
La conclusión confirma el criterio previamente señalado y resulta inevitable: la elección popular del Poder Judicial, en las condiciones actuales, está destinada al triunfo del abstencionismo, a la apatía y al desinterés ciudadano.
En un ejercicio de indulgencia infinita, aunque pudiéramos presumir que se trata de un proceso bien intencionado (improbable por la deshilachada cabeza sobreideologizada del demencial tabasqueño que lo perpetró), el ejercicio no fortalecerá nuestro sistema judicial.
En todo caso, estamos ante una muy cara cortina de humo que va a marcar el séptimo año de gobierno (es un decir) del impresentable macuspano con la colonización y captura total del último reducto de libertad, democracia, legalidad y profesionalismo.
Nada bueno se puede esperar de un régimen trasnochado y obsesionado por lo electorero que ignora la realidad de nuestra cultura política y desprecia la magnitud e importancia de contar con impartidores de justicia con experiencia, conocimiento y el mérito suficiente para tan elevada responsabilidad. Para el tóxico obradorato, preferible la incondicionalidad que la capacidad.
En el mejor de los casos, como ciudadanía, nos queda la tranquilidad de no colaborar ni legitimar ante éste y otros atropellos a la razón.
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