Por Gibrán Ramírez
En entrevistas que he realizado para un estudio sociológico en diversas entidades del país se aprecia una paradoja: las familias despolitizadas no dudan en decir que la sensación de libertad era mucho mayor durante las décadas del autoritarismo priista que más repudian los liberales. Cosas como hacer turismo, pueblear por carretera, ir de cacería o campamento, caminar por los cerros de nuestra complicada geografía, experimentar en trabajos de diversa índole, emprender negocios, organizar fiestas y reuniones o hacer vida nocturna en las ciudades son todas actividades en las que se percibe actualmente mucha menos libertad. Eso, por supuesto, tenía límites. No podía hacerse política real por fuera del PRI, la burocracia y los comisariados ejidales o comunales, no podían publicarse fácilmente ideas disidentes y menos fácil era practicar un periodismo que fiscalizara seriamente al poder.
Desde entonces hasta 2006, las libertades políticas avanzaron mucho, sobre todo en los espacios urbanos. Nadie puede poner en duda que, a diferencia de esos tiempos, hoy se puede tocar al Presidente, a la Virgen de Guadalupe y al Ejército en los medios de comunicación sin pasar por censura previa, que hay mayores espacios para la disidencia política y la oposición, que hay garantías a la pluralidad que no había entonces —aunque el llamado plan B del gobierno las pone en riesgo— y que los procedimientos democráticos se institucionalizaron en espacios diferentes a los anteriores.
Persistió, sin embargo, el autoritarismo en todo el territorio nacional, fuertemente anclado en los órdenes de gobierno estatal y municipal. Hoy desaparecen más personas que en el viejo autoritarismo, se asesina sistemáticamente a periodistas y a políticos locales, como ha documentado puntillosamente la consultora Etellekt. La libertad en México está en declive desde el gobierno de Felipe Calderón —cuando pasó de considerarse “libre” a “parcialmente libre”— hasta hoy, según lo registra Freedom House.
Si se mira lo que hay sin atender a las fantasías de nuestra clase política, pasamos de un autoritarismo a otro, con características muy diferentes y quizá incomparables. De tal manera, lo que tenemos ahora en el escenario político es una disputa entre dos bandos del autoritarismo actual; ambos se reclaman democráticos y reprochan el autoritarismo del otro; ambos son alérgicos a los espejos.
Por un lado, se presentan los defensores de la ilusión de la transición a la democracia que, apostando a la memoria corta, no asumen su responsabilidad aun cuando ocuparon posiciones de primer nivel en procuradurías, secretarías de Estado o gubernaturas, con prácticas profundamente autoritarias.
¿Con qué autoridad, por ejemplo, se presenta Francisco Labastida como paladín antiautoritario el día de hoy? Le creerán, por supuesto, los que no conozcan Sinaloa y sus disputas por el territorio.
Por otro lado, están los defensores de la ilusión impotente de la cuarta transformación, que critican las cifras de homicidio del sexenio de Felipe Calderón, pero enmudecen ante el crecimiento de la desaparición en nuestros días, que critican la corrupción y la ineficiencia en la gestión de Pemex en el pasado, pero que callan ante contratos de aliados del entorno del Presidente que son 10 veces superiores a lo que significó el fraude de Oceanografía, pero que no ocupan siquiera un décimo de la conversación pública de lo que ocuparon aquellos.
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