Por Alejandro Páez Varela
1. El abucheo como acto patriótico
Hace unos días, cinco líderes de Canadá, primeros ministros progresistas y conservadores, llamaron a sus ciudadanos a unirse en torno al Día de la Bandera (que fue este 15 de febrero) ante las “amenazas e insultos” de Donald Trump. Los canadienses lo están haciendo en eventos deportivos, a su manera. Y este jueves fue una muestra masiva. Miles en Montreal abuchearon el himno nacional de Estados Unidos durante un juego contra Finlandia.
–No me gusta–, dijo Matthew Tkachuk después del abucheo.
Usted quizás no lo sepa pero es una estrella de hockey profesional de nacionalidad estadounidense.
–¿Y crees que a nosotros nos gusta? ¿Creen que hacemos esto porque estamos aburridos? Canadá está tratando de decirles algo–, le respondió un día después Cathal Kelly, un periodista canadiense de padres irlandeses.
“El respeto estricto por el himno de otro país está reservado para los altos asuntos de Estado y las relaciones amistosas. Ninguno de esos escenarios se aplica en este momento. Nos insultan. Nos amenazan. Rompen las promesas que nos hicieron. Nos hacen esperar. Y luego vienen aquí y tocan su canción de lucha nacionalista y nosotros sólo vamos a, ¿qué?, ¿sonreír y asentir?”, agregó Kelly en un texto publicado en The Globe and Mail.
Luego, más adelante, dice: “Abuchear es tu deber patriótico en este momento”.
“Iría más allá: tenemos el deber como ciudadanos globales de abuchear. En cualquier otro lugar, si quieres expresar tu descontento con la interferencia estadounidense, tienes que ir a la Embajada de Estados Unidos. Cantas un poco, quemas una bandera, tal vez te lanzan gases lacrimógenos. Hacerlo te hace ver histérico y, por lo tanto, fácil de ignorar.
“[Pero] aquí, puedes ir a un evento deportivo la mayoría de las noches y, sin pagar nada extra, tienes la oportunidad de hacer la clase de política más básica: alguien canta, tú abucheas. Es un gesto inofensivo, pero significativo. México, Panamá y Groenlandia no tienen ese lujo. Sólo nosotros. Lo estamos ejerciendo en su nombre, así como en el nuestro”.
2. Hubo que tragar insultos
Ya lo he contado: mi familia es migrante. Una parte llegó a principios del siglo XIX a Parral, Chihuahua. Tomamos los empleos que pudimos, pero fuimos sobre todo músicos. Y después, periodistas. Aurelio Páez lo fue, como lo fueron Andrés y Octavio Páez, sus dos hermanos. Y Alejandro Irigoyen, su medio hermano. Y para colmo, del lado de mamá también los hubo: Hector Varela, a quien ella llamaba “Toto”, fue reportero.
Y luego, durante las últimas décadas del siglo XX, mis hermanas y mi hermano migraron hacia el norte, y luego se llevaron a papá y mamá. Mi viejo quería que regresaran sus huesos a Chihuahua y no se pudo. Mi madre quedó junto a él, en una tumba doble, en tierras texanas.
Cuento esto porque quiero decir que mi vida adulta la hice solo, acá, en mi Patria. Fui el único que no migró al norte en esta generación. Y no migramos por gusto (yo me vine a la capital mexicana): fue para ganarnos la vida.
Muchos tienen agradecimiento, y yo mismo, por las oportunidades que se abrieron en Estados Unidos cuando se cerraron acá. Recuerdo con dolor los años de Felipe Calderón, cuando miles y miles de todo Chihuahua brincaron la frontera para esconderse de las bestias desatadas por el funcionario de mayor rango condenado por narcotráfico en la historia de México: Genaro García Luna. El entonces Presidente y su íntimo amigo incendiaron el país y mi estado se volvió imposible. Para muchos, era morir o irse. Y con dolor, muchos se fueron. Se perdieron fortunas, esfuerzos de generaciones. Claro, el expresidente, que debería estar en la cárcel, anda en Madrid disfrutando dinero que quién sabe de dónde sale.
Cómo no voy a estar agradecido con Texas y Nuevo México. Claro que lo estoy. Y así lo están millones, carajo. Millones que viven allá. Acá, el saqueo nacional y las políticas miserables se robaron el futuro de generaciones. Allá se les abrió la puerta para empezar desde muy abajo con trabajo honesto. Sí, hubo que iniciar socialmente desde las cañerías, y aquí es literal: lavando baños, limpiando loza, podando césped a escondidas y sin seguridad social. Pero hubo resistencia, la más heroica, la más poderosa: los migrantes se impusieron con trabajo, con sus manos llenas de callos hasta romperse la espalda. Y se ganaron el derecho a ser legales en una nación que los quiere invisibles para seguirlos explotando.
La generación siguiente en mi familia pudo decidir entre ir o no ir a la universidad. Y los más chicos, cuarenta años después de migrar, hablan correcto español y correcto inglés, y sus opciones están abiertas. Ya sabrán qué hacen de sus vidas pero opciones tienen. Saben de la Patria de sus padres y del amor que sienten por ella; saben que la tierra que ocupan se ganó con esfuerzo. Que costó sangre. Que costó mucho trabajo. Que hubo que tragar insultos, menosprecio, discriminación racial y de clase. Lo saben los más chicos y ojalá nunca lo olviden en las siguientes generaciones.
Cuento esto también porque si los canadienses, que se sienten primos de los gringos –y en los hechos lo son–, abuchean a los equipos de hockey de Estados Unidos, ¿qué deberíamos hacer nosotros, que hemos sido ofendidos y humillados durante doscientos años? ¿No deberíamos organizar una respuesta mínima al odio que nos lanza Trump? O qué, ¿nos tragamos sus McDonalds y ya, a otra cosa?
3. Vivir con la amenaza en la nuca
“Hasta el momento, Trump no ha mencionado ningún uso de la fuerza militar para apoderarse de Canadá. Dijo que en lugar de ello utilizaría ‘la fuerza económica’. Hay que tener la mayor sospecha cuando un mentiroso patológico en serie como él hace tales declaraciones”, escribe Normand Lester en Le Journal de Montreal.
No es el único. Durante los últimos dos meses, políticos, articulistas y periodistas de Canadá han publicado decenas de artículos donde se alerta sobre la amenaza militar de Estados Unidos. Y como los mexicanos, los canadienses sienten que los estadounidenses no son de fiar y viven con la sospecha permanente de que, en cualquier momento, pueden decidir una agresión militar.
El periodista de Le Journal de Montreal cuenta este domingo que, de hecho, el Departamento de Guerra de Estados Unidos creó el “Plan de Guerra Roja” que fue aprobado en 1930 y actualizado en 1935. Permaneció clasificado hasta 1974.
“El plan suponía que inicialmente la Marina Real [canadiense] tendría la ventaja, pero que los estadounidenses acabarían derrotando a los ingleses”, detalla. La actualización de 1935 estipuló que Estados Unidos “retendría ‘a perpetuidad’ cualquier territorio conquistado en Canadá. Pero si alguna vez Estados Unidos perdía, se asumía que Gran Bretaña exigiría que Washington cediera Alaska”.
Estados Unidos intentó dos veces tomar Canadá. Primero, durante su guerra de independencia; atacó Quebec en 1776. Y luego en 1812. En su último proyecto invasor, dice el periodista, “contrariamente a las convenciones internacionales, el plan de guerra estadounidense autorizó el uso de la guerra química, incluido el uso de agentes tóxicos, desde el comienzo de las hostilidades” con Canadá.
Y en 1935, Estados Unidos gastó otros 57 millones de dólares para actualizar su plan de invadir. “Se construyeron tres aeródromos militares camuflados como aeropuertos civiles cerca de la frontera y realizaron el mayor ejercicio de guerra en la historia de Estados Unidos, en el que participaron unos 36 mil soldados, en Fort Drum.
Cuando el asunto se filtró inadvertidamente a los periódicos, el Presidente Roosevelt se vio obligado a declarar públicamente que Estados Unidos no tenía intención de entrar en guerra con Canadá, detalla el periodista de Le Journal de Montreal.
Después de leer lo anterior, pienso que quizás los abucheos de Canadá son poca cosa: han vivido, como nosotros, con la amenaza permanente en la nuca. Pero al menos hacen algo.
Siento que acá, en México, podríamos hacer mucho más. Gestos simbólicos que provoquen pequeñas derrotas morales al imperio. Como priorizar lo hecho en México. Comprar lo que produce nuestro campo. La comunidad latina en Estados Unidos lo está intentando y creo que nosotros ya nos tardamos.
4. Una versión de gringo
Siento que el enojo de Canadá es, en realidad, decepción. “Nos insultan. Nos amenazan. Rompen las promesas que nos hicieron”, dijo Cathal Kelly, el periodista canadiense en su texto de esta semana. Casi se tira al piso y patalea y es porque ellos, los canadienses, siempre se han visto como una versión de gringo.
Se hicieron íntimos de Estados Unidos por colaboracionistas. Porque quieren su aceptación. Los canadienses habrían invadido México si los yanquis los invitaran. Les gusta la idea de emular a sus “hermanos” y compartir los beneficios de ser un imperio. Porque Canadá es, en menor escala pero lo es, otro imperio corrosivo. Pone su carita de buenaondita, como Justin Trudeau; se siente muy cool, como su Primer Ministro en desgracia. Pero se comporta como depredador en los países en desarrollo en donde explota materias primas.
Claro que hay mexicanos que se sienten una versión de gringo, como los canadienses. Mexicanos y mexicoamericanos. Creen que por haber nacido allá o por tener papeles de allá los van a aceptar. Creen que por hablar español mocho e inglés mocho los van a aceptar. No los van a aceptar NUNCA. Los gringos desprecian lo que consideran menos, como los canadienses (désolé, Canadiens) o los mexicanos.
No, nadie es una versión de gringo. El gringo es el gringo. Y los mexicanos allá son la versión de la migración que a los gringos no les gusta, a la que le hacen el feo. Los gringos quieren migrantes güeros, de ojos claros; no morenos, como nosotros. Aunque Televisa nos educara en pintarnos el cabello de güero para ser aceptados, nunca nos van a aceptar. Vean el Congreso de Estados Unidos: puro anciano güero. Háganse a la idea. Aquella no es una democracia. Aquello es otra cosa.
¿Nos insultan, nos amenazan? Sí, lo han hecho siempre. Y nos han educado a quedarnos callados. Hágalo así: quédese callado. No importa, siempre y cuando le dé vuelta a las frutas y las verduras para ver la etiqueta, para ver de dónde vienen. Dele vuelta a los productos del súper y compre lo que se hace acá. No le dé dinero a los que nos odian. No le dé dinero a Trump. Su compra responsable no rasguña al imperio, quizás, pero al menos hace sentir orgullo. Sienta orgullo. Sienta la dignidad, que no hace daño. Sienta lo bien que se siente ser mexicano.
Nunca seremos otra versión chafa de gringos; nunca seremos ni menos ni más que ellos o que otros. Somos mexicanos, herederos de tradiciones milenarias, hijos del chile, el tomate y el maíz. Nuestra madre es la tierra y también es la madre de ellos; nuestro manto es un cielo de mil colores que nos cubre de la lluvia de mierda que lanzan los gringos todos los días. Buuu, Trump, buuu. Buuu, gringos, buuu.
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