Alétheia
Por Jesús Gerardo Puentes Balderas
Tanto los estudios internacionales como los locales sobre el transfuguismo político coinciden en no catalogarlo tajantemente como una traición. Incluso, consideran el cambio de partido como un elemento fundacional de la política liberal.
El transfuguismo político es un concepto ambiguo, cargado de una valoración moral, a la que generalmente le damos una connotación negativa respecto al comportamiento del individuo hacia su partido y sus electores.
Los analistas del tema diferencian el transfuguismo electoral -propio del sistema presidencialista mexicano- del transfuguismo de representación política, característico del sistema parlamentario europeo.
La diferencia entre uno y otro sistema radica en el momento de tomar la decisión y el motivo alentador de la misma.
Mientras en el presidencialismo mexicano mayoritariamente se realiza al momento de definir las candidaturas y motivado por intereses particulares, en el sistema de representación política europea generalmente se realiza por miembros del parlamento en funciones, con el firme objetivo de hacer gobierno e impulsar cambios en favor de sus representados.
Existe otra razón, sustentada y fundamentada, compartida por ambos sistemas: defender el derecho universal del individuo a votar y ser votado, así como su libertad de asociación.
Por lo tanto, no es justo estigmatizar a quien cambia de partido o ideología solo por ese hecho; lo reprobable son los motivos ocultos o poco transparentes detrás de la decisión.
Centrándonos en nuestra historia política, hasta agosto de 2012, el único medio para acceder al poder público fueron los partidos políticos.
Desde su fundación y hasta 1997, el PRI ejerció una hegemonía total.
Previa creación del INE (antes IFE) para garantizar el respeto al ejercicio libre del voto de los ciudadanos, el Presidente de la República era juez y parte; organizaba las elecciones a través de la Secretaría de Gobernación y el órgano sancionador era el Poder Legislativo, erigiéndose en Colegio Electoral.
Durante el período hegemónico los integrantes del Revolucionario Institucional no tenían incentivos para cambiar de partido y, quien osara hacerlo, estaba destinado al ostracismo.
En 1987 es donde, podríamos decir, inicia el transfuguismo como una práctica común, inaugurada por los militantes del PRI. Ese año Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano abandona al Revolucionario Institucional por no estar de acuerdo con la designación de Carlos Salinas de Gortari como candidato a la Presidencia de la República.
Podríamos suponer, sin conceder, que la salida de Cárdenas obedeció a un acto racional de dignidad y congruencia con principios y valores revolucionarios, para romper con un régimen de sucesión antidemocrático y caduco.
Sin duda alguna las elecciones de 1988 fueron el principio del fin de los fraudes electorales. En los últimos cinco lustros no ha existido una caída de sistema, pasamos de un régimen de partido hegemónico a tres alternancias electorales.
La aparición del IFE como organizador de las elecciones federales, así como del Tribunal Electoral como sancionador de las mismas, no solo ha garantizado a los electores la validez de su voto, sino también elecciones realmente competitivas en que existe certidumbre en el proceso e incertidumbre en el resultado.
La competitividad en los comicios trajo consigo un mal mayor: el transfuguismo de personajes indeseables aferrados al poder por el poder mismo y que brincan como chapulines, a conveniencia propia, de partido en partido para no vivir en el error.
Continuará
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