Por Valeria López Luévanos
El feminicidio de la joven maestra de 24 años, Johana Ligues, asesinada a golpes por su pareja sentimental en Santa Catarina, Nuevo León, desató una ola de comentarios y publicaciones revictimizantes no sólo para Johana, sino también para muchas mujeres que en este momento están viviendo violencia patriarcal o a quienes alguna vez la vivieron y cargan con las consecuencias de la violencia ejercida.
Esa revictimización que vuelve a la violencia un círculo infinito no cesa en las redes sociales, que son apenas síntoma de un problema cultural mayor. Revictimizan también la familia, los compañeros de trabajo y escuela, y hasta las instituciones encargadas de atender la problemática. El nudo fundamental de la revictimización es responsabilizar a la mujer de la violencia padecida. “Ella debió irse antes” –se repite en todas las fórmulas posibles.
Depositar sobre las víctimas la responsabilidad de irse es mala idea. Es una mala idea moral porque convierte la violencia feminicida en parte del paisaje. Su frecuencia en los medios, mezclada con la falta de sensibilidad y empatía con el dolor ajeno, termina por banalizar el problema. Se convierte en un “error” frecuente.
Colectivas y feministas en lo individual se han esforzado para concientizar sobre el tema y sobre la dificultad de salir de las relaciones violentas (con el propósito de que las mujeres no sean las primeras señaladas y acusadas injustamente por la violencia patriarcal que les ejercen). No han sido suficiente. Falta mucho para generar empatía.
Quienes creen que la solución es la muy repetida frase “vete a la primera” no sólo forman parte de la banalización que deposita sobre voluntades individuales la responsabilidad de estructuras sociales más fuertes que cualquier persona; además, ofrecen una mala explicación sociológica.
Detrás de una relación de violencia donde lo más evidente son los golpes, hay muchas otras violencias que empantanan y dejan sin capacidad de acción a las mujeres: la falta de redes de apoyo, la dependencia, la violencia económica y patrimonial que son condiciones de dominación muy sólidas.
Por otra parte, se desestima el criterio de las mujeres. Se piensa que los hombres violentos lo son desde el principio y no es así: el primer acercamiento que se tiene con los hombres violentos es a través del cortejo, el coqueteo, la forma en la que inician la mayoría de las relaciones de pareja.
La violencia en su forma más visible viene después. Empieza casi siempre con restricciones para vestir de tal o cual forma, para frecuentar a tus amigos de siempre, sobre todo si hay celos y problemas después de no acatar la instrucción, para cultivar un círculo de confianza de amigas y familia, sobre todo si han llegado a mencionar que él podría no ser una buena pareja.
Estas situaciones son muy frecuentes y señales de alerta. Y aunque no siempre la violencia va escalando poco a poco, se puede revisar el violentómetro, una herramienta cuyo objetivo es visibilizar cómo va escalando la violencia y que señala que el nivel más alto de violencia hacia las mujeres es el feminicidio.
Se piensa, del mismo modo, que los hombres violentos lo son todo el tiempo. Tampoco es así. Toda relación de violencia pasa generalmente por tres fases: 1) La de tensión, donde el hombre violento empieza a mostrar hostilidad y la mujer trata de contener y calmar la situación; 2) la de agresión, donde se hace visible la violencia, hay insultos, violencia física, psicológica; 3) la luna de miel o fase de arrepentimiento, cuando el hombre pide disculpas, promete que ya no lo volverá a hacer y demuestra signos de querer cambiar, hasta que el ciclo vuelve a empezar.
Todo esto es desestabilizante para las mujeres, para lo que era su normalidad. Antes del primer golpe, están debilitados el autoestima, las redes de confianza y apoyo, e incluso el propio juicio.
Quienes hemos padecido violencia llegamos a dudar de nuestra percepción de la realidad y nos cuestionamos si quizá juzgamos demasiado, si no hemos dado la oportunidad de cambiar de verdad, si hemos provocado eso de algún modo. En la confusión y el ir y venir de estos ciclos pueden pasar años. Además, no todos los hombres violentos llegan al feminicidio –y cuando hay afecto, siempre cultivamos la fe de que nuestros cercanos pueden cambiar, y le damos valor a su palabra.
Antes, la mayoría de las personas que sabían que una mujer vivía violencia a manos de su pareja no intervenía porque “es cosa de ellos”, y era fácil mirar hacia otro sitio. Hoy, seguimos tratando de generar conciencia para que nos sumemos como una gran red de apoyo que diga a las mujeres que sufren violencia “Yo te creo” y “Cuentas conmigo”. No hacerlas sentir juzgadas ni revictimizar con la cantaleta de la responsabilidad individual es un gran primer paso si no sabemos cómo ayudar a alguien que se encuentra en una relación violenta.