Por Brenda Macías
Desde el año 2008 las Mujeres en Espiral que están presas o que han egresado del Centro Femenil de Reinserción Social de Santa Martha Acatitla han reinventado la cárcel de múltiples formas. En especial con muralismo, con fanzines, videofanzines, documentales e incluso con un diccionario canero ilustrado y un recetario para dar cuenta de los sabores y sinsabores de la prisión.
A propósito de esta resignificación de la cana –mi tema de investigación desde el año 2009– el pasado jueves 25 de mayo asistí a la última sesión del ciclo “Un, dos, tres por mí y por todas mis compañeras” de Mujeres en Espiral: Sistema de Justicia, Perspectiva de Género y Pedagogías en Resistencia del Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la UNAM. Esta actividad se realizó en la Casa de las Humanidades en el mero centro de Coyoacán.
Ahí conocí y conversé con dos mujeres que estuvieron presas. Soto pasó 20 años de su vida en la cárcel y ahora se encuentra en libertad condicional. San Agustín estuvo 11 años.
Las dos mujeres llegaron a Santa Martha por confiar en una pareja hombre y al final –como en muchos casos– pagaron por los problemas ajenos, por cuidar a la familia, y, por supuesto, por amor.
Gracias a los testimonios de Soto y San Agustín conocí cómo la experiencia de comer del rancho es uno de los castigos más degradantes que se experimentan durante el proceso de reclusión.
El rancho, según el Diccionario Canero Ilustrado (2014), es la comida que da la institución “total”. También se le conoce como “perol” y “carrito feliz”. Las especialidades que ofrece el rancho son “esferas del dragón” (albóndigas), agua café como de tamarindo, cerdo en agua verde, salchichas flotantes, pozole y otros platillos.
Sin embargo, para hacer frente a esta humillación, las mujeres presas se las ingenian para preparar sus alimentos y para crear utensilios de cocina en comedores alternativos, espacios para la confesión, para la colectividad, donde se “hace valer” el acceso a una alimentación suficiente y de calidad como lo debiera cumplir el Estado.
En estas cocinas alternativas, las maestras de Santa Martha, las chefs y las mayoras, reutilizan la comida del “perol”, pero ésta pasa por un proceso, se limpia, se enjuaga y se vuelve a hervir y a cocinar en sartenetas hechas con resistencias eléctricas de agua, con pinzas, cables pelones, focos, con cualquier fuente de calor que esté disponible. Las tortillas se “asolean” con lámparas, por ejemplo. Un caldo de pollo tarda 3 horas en cocerse.
Las maestras cocineras cortan las carnes con tapas de latas de atún que sí venden en la recaudería, pero que no dejan entrar en días de visita. Ni tampoco dejan entrar envases de vidrio, pero en la tienda de abarrotes del centro penitenciario sí las consiguen a un ojo de la cara. La presa que logra tener una taza para el café es millonaria, de lo contrario tendrá que servirse en un vaso de plástico.
El gasto calórico que consumen las maestras cocineras de Santa Martha al darse el lujo de cocinar tiene un costo. Algunas veces se paga con castigo o al pagar a un abogado que no resuelve pero sí cobra, al escuchar la verborrea de las juezas y jueces sin perspectiva de género. En fin. Vivir en prisión es muy costoso.
En este encuentro pedagógico y artístico, la abogada Julia Álvarez-Icaza confirmó que sí, el sistema de “acceso” a la justicia en México está podrido como el rancho que sirven a las presas. En su intervención desenmascaró a la llamada reinserción social al referirse al deber ser, a la Carta Magna, y al exponer cómo esa ley pervive en el mar de la impunidad.
Finalmente, Marisa Belausteguigoitia recordó que las Mujeres en Espiral, las internas y egresadas de Santa Martha Acatitla, con quienes ha trabajado por más de 15 años, han tenido la virtud de deshacer la cárcel con gestos pedagógicos, artísticos y culinarios que nos recuerdan la necesidad de alcanzar un ansiado sistema de justicia que tenga voluntad de sanar, comprender y transformar.
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