Por Alejandro Páez Varela
Hay imágenes muy poderosas, para siempre. El hombre que se sienta en una silla que parece presidencial y se declara presidente legítimo; el luchador social descalabrado en una protesta en su natal Tabasco. Y el que marcha desde esas tierras calientes a la capital de la República y el que medio-se-molesta cuando unos jóvenes lo despeinan y le dicen: “¡te queremos, viejo!”. O el Presidente cansado de muchas conferencias y el que repite: “No les voy a fallar”, porque tiene planes de no hacerlo.
Imágenes que no se narrarán porque no hay quién lo haga: el que se conoce cada rincón del país; el que sabe en qué ejido dar la vuelta para encontrarse una fonda a un lado del camino de tierra; el que gana una partida de ajedrez a los más ricos de México y les dice, sin demasiado protocolo, quién es el que manda y el que manda es el de abajo.
El político que estuvo en peligro siempre, porque siempre hay un loco que lo odia y quisiera matarlo. El que se dejó proteger por los que gritan su nombre y le dicen, como se le dice a un padre: te amo. El que se va despacio con las palabras porque si se resbala, lo hacen pedazos. El que saluda a un hombre en un camino de tierra y el hombre lo reconoce por eso, porque él y el camino y AMLO son de tierra. El que dice lo que queríamos decir desde hace años: que qué corrupta es la prensa mexicana; que qué corrupta es la oligarquía. Que qué miserables son los periodistas que llevan décadas cobrando por lanzar mierda al ventilador.
Que algo está muy jodido en México si aquí, entre 50 millones de pobres, vive el hombre más rico del mundo. Porque nunca ganamos al futbol aunque sí ganan las televisoras. Algo está muy jodido si se riega el pasto de los campos de golf junto a los que tienen sed, y si somos primer lugar en diabetes y las refresqueras se toman nuestra agua y no pagan ni los impuestos deben. Porque algo está muy jodido en este país si en la tele sale sólo gente blanca de cabello rubio y te dicen que la única manera de ser feliz es si tienes dinero, como ellos. Dinero de donde venga, dinero. Dinero que te puede volver rubio. Aunque te maten en el intento, dinero. Aunque trafiques drogas y secuestres a tu primo, dinero. Dinero y rubias, dinero y whisky, dinero.
Algo muy jodido pasa aquí si te enseñan por televisión, durante las 24 horas, que con el dinero compras todo: jueces, amigos, novias, autoridades, belleza, pelo güero, fama, impunidad, ropa con la que vuelas, zapatos con los que te elevas medio metro del suelo.
Dinero y drogas y boletos en primera fila para el primer cohete que va a Marte. Dinero y anestesia para no sentir el dolor que causa el dinero mientras te lo gastas. Dinero y morfina para no ver que los otros quieren tu dinero y te cortarán la cabeza para obtenerlo. Dinero y somníferos para dormir a todos los que te rodean y que no vean cómo caes al barranco, envuelto en una cobija. Dinero y una ronda doble de todo junto para que no entiendas que ganas el peor dinero: el que no se suda, el que se escurre como agua, el que no heredarán tus hijos ni sacará a la vieja de la pobreza.
Hay imágenes muy poderosas, para siempre: es el hombre que por primera vez, desde la Presidencia de México, predica con los zapatos gastados de un lado; el que dice que el dinero no da felicidad; el que camina el país y conoce cada municipio por su nombre y el que se enfrenta a los peores despropósitos: lo llaman narco, le dicen que es un corrupto y hasta ahora sin prueba alguna.
Parados en la bañera, con la suciedad hasta las rodillas, le gritan que está sucio porque no se baña con ellos. Imágenes poderosas que no gustan a todos: quisieran que nos gobernara un corrupto para tenerlo agarrado de los puros dedos.
***
Ahora que lo pienso, pocas veces estuve cerca de Andrés Manuel López Obrador. Muchas menos de las que habría pensado. Nunca trabajé en gobierno y nunca cubrí sus campañas. Nunca fui a las mañaneras porque no soy reportero y en las redacciones hay dos oficios que no se estorban entre sí: el editor y el que cubre calle. Sin el editor, el reportero pierde la brújula; sin el reportero, el editor naufraga. Dos oficios. A veces el editor toma calle pero no es la norma. Y si toma la calle, sus textos deben ser impecables; sus crónicas, un ejemplo; sus reportajes, una bomba.
Pienso en Julio Scherer: cuando entrevistaba, entrevistaba. No soy muy de su estilo pero sin duda buscaba innovar y sin duda pegaba: párrafos cortos, ideas redondas: zúmbale, como balazos y como jabs sobre el mentón de un boxeador imaginario. El editor debe cuidarse mucho si sale a la calle porque por un lado le quita esa oportunidad al reportero y por el otro, debe demostrar con hechos por qué lo hace.
En el otro extremo de Scherer y por los mismos tiempos estaba Carlos Monsiváis. Y pues sí, Scherer era otra cosa. Monsi era (es) farragoso frente a Scherer. Todos somos farragosos cuando tenemos cosas qué contar. Yo soy farragoso. Monsiváis tenía cosas que contar. Meses antes de que muriera estuve con él en televisión. Nos entrevistaron juntos, qué honor. Hablamos de Felipe Calderón y de su guerra, tan imbécil como él. Y al salir, Monsi me dijo que me cuidara porque escribía en “el lomo de un cartucho de dinamita”. Y sí, escribía sobre narcotráfico en aquellos años. En este país todos escribimos o caminamos o soñamos sobre el lomo de un cartucho de dinamita que está a punto de volarlo todo.
Francisco Javier Pizarro, un exguerrillero –imagínense–, me decía décadas atrás, a risa y risa: “Pinchi Páez, usted siempre trae una bomba bajo la axila”. Lo escribí en un texto, en un libro. Curioso. Hasta ahora ligo lo que me dijo Monsiváis con lo que me dijo Pizarro. Jorge Zepeda Patterson se rió recientemente de mí, a propósito de mi supuesta nueva vida reflexiva, porque siempre anduve por el mundo como un “después-de-mí, la-lumbre”, es decir, el que va dinamitando lo que deja atrás.
Qué extraños recuerdos si se les ve juntos. Y qué extraña manera tiene el cerebro de organizarnos la memoria porque yo habría abierto un expediente que se llamara “dinamita” para meter estos recuerdos juntos, pero el cerebro decidió separarlos quizás pensando en mi propio bien (que termina siendo, pues sí, el bien de mi cerebro).
Pocas veces estuve cerca de él, de López Obrador. Una vez lo vi parado afuera de una tienda de campaña, a finales de 2006. Me acerqué y me detuve a ver si se desocupaba. Luego llegó un grupo y ya, imposible. López Obrador me veía con ojos de sospecha. Pensaría que era un soplón, un espía; alguien que le iba a hacer daño; uno de los muchos que lo vigilaron en su carrera política que coincide con las últimas décadas de un largo régimen represor. Me veía de reojo o de frente.
Fui al campamento porque llevaba latas al plantón sobre Reforma. Me encabronaba ver por televisión a los meseros y a los vendedores ambulantes que entrevistaban para que le mentaran la madre a Andrés Manuel. Yo pensaba: pinchi gente, por qué se presta; ese señor lucha por ellos y ellos le lanzan piedras. Me encabronaba y corría al súper y compraba más latas de atún y de verduras y de puro coraje las entregaba a quien me las recibiera en el plantón.
A finales de la campaña de 2012 me anoté para entrevistarlo. Busqué a César Yáñez. Me dijo que volaríamos juntos y que en el aire me daría la entrevista pero, la verdad, apenas pude hablar con él porque lo vi muy cansado. No me atreví a molestarlo y rompí una regla de reportero. Curioso que el vuelo fuera de Ciudad de México a Ciudad Juarez, mi tierra. Mis dos tierras. Yáñez me dijo que en otro vuelo a Monterrey me daba otra entrevista para completar. Yo le dije que no tenía dinero para tantos vuelos y me despedía con las tres frases que me dio el candidato presidencial, y ya.
Me acompañaba Rita Varela, actual directora del sitio web SinEmbargo. Los dos platicamos con López Obrador en la sala de espera, antes de despegar. Apenas unas palabras. Cuando nos paramos frente a él nos vio con ojos de sospecha. Pensaría que éramos soplones, espías; de los muchos que quisieron hacerle daño; de los muchos que lo vigilaron en su carrera política; de los muchos que usaron sus credenciales de reportero para denostarlo, para escribir barbaridad tras barbaridad sin rendir cuentas a nadie. Nos presentamos y se relajó. “Ya ven, los medios siempre quieren hacerme daño”, señaló. Lo digo de memoria porque no lo grabé.
AMLO estaba tan cansado que se le atoraban las palabras. Tenía los ojos vidriosos, raros. Recordé esos ojos en mi padre antes de que muriera. Me dio tristeza ver a López Obrador tan cansado y por eso no quise molestarlo mientras volábamos a mi tierra.
Pobre, dijimos Rita y yo. Y no me acerqué a Yáñez, que estaba sentado a su lado, y pasaba rumbo al baño y veía a López Obrador doblado en su asiento, haciendo como que leía pero reposando. Agotado. Realmente agotado.
Recuerdo mucho sus zapatos mal boleados y gastados de un lado. Así se los gastaba mi padre: de un solo lado.
***
El taquero de Tlaxcala que sabe de la Reforma Judicial y la viuda nunca tuvo nada para ella y me presume que le llegaron tres mil pesos extras y se los piensa gastar en lo que se le pegue la gana. El migrante que se justó un dinerito para viajar desde Connecticut hasta Tabasco con su esposa para presumirle, aunque sea por fuera, la nueva refinería de Dos Bocas. Los jóvenes que rentaron un cuarto de hotel en el Zócalo para despedir a su Presidente, el último día. Los que contaron las mañanas para ser los primeros en subirse al Tren Maya, aunque fuera en un tramo corto.
Ahora que lo pienso, ellos tampoco estuvieron cerca de Andrés Manuel López Obrador, pero igual lo sienten cerca, siempre. Y esa cercanía fue la que lo alimentó a él y los alimentó a ambos. ¿De qué manera se les metió? ¿Cómo le hace un individuo que ejerce la política, una de las profesiones más desprestigiadas de México –y quizás del mundo–, para instalarse en las cocinas, en las salas, en las oficinas de toda la República? ¿Cómo le hace un tipo de rancho para brincarse todas las cercas de la movilidad social y quedar en primera fila sin ser rico?
Una explicación del fenómeno de masas que ha sido AMLO está, curiosamente, en la prensa. Corruptos, injustos, insensibles, acomodaticios, al servicio de las élites, los medios mexicanos ayudaron a construir la imagen del líder social y luego la de Andrés Manuel, el Presidenciable. Les salió el tiro por la culata. Los periodistas adularon al régimen corrupto y al monarca mexicano en turno, y a cambio obtuvieron lo que querían: dinero. Y por unas cuantas migajas de poder atacaron al dirigente izquierdista sin que ninguno de ellos entendiera que al atacarlo, lo validaba.
La lección que no entendieron es que abajo, lo que conocemos como “pueblo”, entendió que si la prensa decía negro era blanco y viceversa. Entendió que si atacaban a AMLO era porque afectaba los intereses de los de arriba y no los de ellos, los de abajo.
Carlos Fuentes escribía en Tiempo Mexicano, a principios de la década de 1970: “Principal arma pública de la derecha y carga onerosa para el Estado que en gran medida los subsidia, los periódicos de México han consagrado la injuria con exclusión del debate, la deformación en demérito de la objetividad (entendiendo por objetividad, en pureza imposible, pluralidad de puntos de vista razonados, diálogo, convicción, debate informado) y la calumnia en contra de la verdad”.
Es el Carlos Fuentes que sigue a Lázaro Cárdenas cuando, después de dejar la Presidencia –en 1940– recorre pueblos y la gente lo aborda para preguntarle qué hacer. El gobierno de Manuel Ávila Camacho se va a la derecha y los gobiernos que siguen son peores que el anterior, y la gente de abajo pregunta al general qué hacer, cómo enfrentar a los de arriba si una generación antes peleó una Revolución. ¿Es retomar las armas y pelear? ¿Cómo no terminar en el piso de un anfiteatro, desnudos y llenos de balas, como Rubén Jaramillo, su esposa embarazada y sus hijos?
–No estamos conformes, mi general. Somos de una nueva generación y ya no nos satisfacen las mentiras de la prensa, los sobres lacrados y todo lo demás –le dicen. Es la década de 1950.
Y “para cada uno –escribe Carlos Fuentes–, Cárdenas tiene una respuesta”.
“Organícense”, les dice el general. “La juventud de mi época vivía en la edad de la carreta. Ustedes viven en la era atómica. Son ustedes una juventud mucho más capacitada que la de hace veinte o treinta años. Formen grupos de estudio. Acérquense a los hombres del campo, porque la tierra sigue siendo el principal problema de México. Sólo cumplirán ustedes su misión histórica si se interiorizan de los problemas de la masa trabajadora del país y ofrecen un programa de soluciones prácticas. No basta tener una actitud de rebeldía; hay que trabajar mucho para corresponder al privilegio de la educación universitaria poniendo al servicio del pueblo sus conocimientos. Expliquen a los campesinos lo que es una reforma agraria integral. Ayuden a educar a nuestro pueblo. Y hagan todo esto de manera organizada”.
Organícense, dijo el general Cárdenas.
Y la gente lo hizo, 70 años después. El artífice de esa aventura hermosa de organizarse, tiene nombre: Andrés Manuel. El taquero que sabe de la Reforma Judicial y la viuda con tres mil pesos extras; el migrante que fue a Dos Bocas y los jóvenes que lo despidieron en el Zócalo; los que corrieron al Tren Maya y los otros que simplemente apagaron Televisa y TV Azteca y se prendieron el celular para ver la mañanera: todos ellos se organizaron. “Organícense”, les recomendó el general. Pero fue López Obrador el que les dijo cómo.
***
Ahora que lo pienso, nadie nunca estuvo cerca de López Obrador aunque todos lo sintieran tan cercano. Es algo que no entenderían muchos, sobre todo los de mero arriba. Porque para millones, AMLO significó un brinco de dignidad; de no tener nada a tener un Presidente de tu lado; de no tener adónde caerte muerto a tener aunque sea tres mil pesos. De haber abandonado la esperanza y luego amanecer con la noticia de que tú eres LA ESPERANZA, con mayúscula, así tengas diez o noventa años de edad.
Y hay imágenes muy poderosas de él, sobre él, que marcarán a varias generaciones: es AMLO mientras descalabra al régimen corrupto y es AMLO que, cuando le reclaman, responde con un: “y todavía no termino”. Es el líder social que le gana la partida a los que odian y discriminan, impunemente; a los clasistas y a los que creen que todos los demás existimos para servirles.
Es el que conjura la maldición de un pueblo supuestamente flojo, que supuestamente se levanta tarde, que supuestamente sirve apenitas para acatar las instrucciones de un granjero gringo o de un rey español. Es López Obrador el que convence a millones que venimos de razas antiguas y dignas y que debemos sentir orgullo y pedigrí, así seamos mestizos, güeros, negros o del color que sea porque eso, el color de piel o de ojos o de cabello, no importa.
Hay imágenes muy poderosas que después platicará la gente en sus casas; que se comentarán en las escuelas; que se dirán de él en los diarios y en la academia. El fallo sobre Andrés Manuel López Obrador no es unánime pero me temo que por primera vez en México, la historia que pretenderán contar las élites académica, intelectual, mediática o económicas es la que menos importa.
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