Los simuladores

enero 16, 2023
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Por Alejandro Páez Varela

Cuando leo a los que hacen notar como una falta que el Presidente Andrés Manuel López Obrador no habla inglés para atender a sus visitantes en su propia lengua, revivo muchas cosas que noté al llegar, en mayo de 1993, a la Ciudad de México. El segundo departamento que ocupé por mi cuenta –el primero eran dos cuartos minúsculos donde vivíamos tres que nunca desempacamos maletas– lo administraba una mujer horrible de cabello pintado de rubio que solía hablar por teléfono en un “inglés” todavía más horrible justo cuando tenías cita con ella.

Yo no entendía bien por qué lo hablaba públicamente si era tan malo y si claramente su interlocutor o interlocutora no le entendía –y quizás ni hablaba inglés– y tenía que repetir acto seguido todo en español. Hasta después comprendí por qué. Simulaba su propia superioridad.

Tan horrible como ella era la familia que vivía en un cuarto al fondo del edificio: padre y madre eran bilingües aunque procuraban no hablar su lengua materna en público; sólo castellano. Eran de algún pueblo del centro del país. Esperaban a la administradora por las mañanas y le abrían la puerta de su Datsun (el abuelito de Nissan) y luego la del zaguán, por donde la mujer cruzaba su generosa humanidad sin voltearlos a ver y sin responderles un “buenos días”.

El menosprecio que padecían de la mujer lo reflejaban con los habitantes del edificio. Eran capaces de no barrer un metro cuadrado frente al departamento de alguien que les caía mal, o deliberadamente perdían recibos y cartas, y mantenían un régimen de terror a quien eran enemigo cantado: reportaban sus fiestas, inventaban pleitos vecinales y hasta conyugales para provocar que la administradora les hiciera llegar “amonestaciones” que casi siempre empezaban a aparecer los lunes por debajo de la puerta. Un infierno. Perdimos nuestro depósito porque nos fuimos, empujados por esa familia, antes del cumplimiento del contrato.

Recuerdo cómo me asombró que en los techos de la colonia Nápoles, adonde llegué por primera vez, vivía una población entera de gente morena y de muy bajos recursos. Tuve una vecina, madre soltera, que tenía viviendo en el cuarto de lavar a una familia de cuatro que cuidaba de su hijo. A los cuatro los trataba con la punta del pie. La menor, de unos 14 años, la acompañaba al súper y era horrible el espectáculo: la chiquilla, con uniforme blanco, cargaba al bebé mientras la mamá llenaba el carrito. Y debo decir que la madre era muy amable con todos, menos con los que la servían a cambio de un cuartucho húmedo junto a los tendederos y los depósitos de agua.

Algo de eso ha cambiado en algunos rumbos de la Ciudad de México pero no en todos. Ha cambiado, aunque no en los barrios más pudientes. En la marcha del “Yo defiendo al INE” me tocó cubrir en una terraza junto al Monumento a la Revolución. Ah, paradojas: justo a un lado del emblema que recuerda nuestra lucha contra la desigualdad social, las señoras de blanco esperaban el discurso mientras la “ayudantía” les cargaba las bolsas. Señoras que habrán gastado en unos pocos años miles y miles de pesos en tinte rubio para esconder el cabello castaño o negro. Simuladoras que me recordaban a aquella administradora de cuando llegué a la capital mexicana.

Ahora que leo a los que critican a López Obrador porque no habla inglés para agradar a cierto sector, revivo esas cosas. Hay un síndrome del colonizado en esta sociedad: un blanco que no habla castellano es, de facto, patrón. Y al patrón se le habla en su lengua o no se le habla. Quieren que AMLO le hable a Biden en inglés porque no conciben que hable español. Biden es blanco, estadounidense, güero, alto: ¿por qué habría de hablar español?, pensarán. Ven como poca cosa al Presidente de México, que ha escrito más de 20 libros, porque no habla la lengua del otro que, creen, es el patrón de AMLO. No piensan que en Estados Unidos más de 40 millones hablan español (12.2 por ciento de los hogares) y que quizás sea una buena idea, incluso por razones electorales, que Biden hable la lengua del Presidente de México. Pero no hay manera de hacerlos entender, acá, porque son prejuicios cultivados desde la Colonia y son millones los que piensan así.

Es curioso: yo hablo inglés porque nací en la frontera. Y no me di cuenta que lo hablaba hasta que lo hablaba. A unos cuantos kilómetros de mi casa, ya sobre territorio texano, hay una base militar de Estados Unidos que convirtió mi ciudad en un enorme prostíbulo durante gran parte del siglo XX, hasta que la violencia extrema –asesinatos de mujeres, la guerra de Felipe Calderón– expulsó a los peores turistas de todos: los sexuales. Quizás por eso el inglés siempre tuvo un significado distinto para mí. No es la lengua que me enseñaron en las universidades caras de Estados Unidos o Inglaterra, a las que no fui, por supuesto. No es una lengua que me habla de la superioridad del otro y que lo convierte en mi patrón. Por mi origen, durante muchos años vi en el inglés –sin darme cuenta– la lengua del agresor.

Claro que algo de eso ha cambiado en mí. Muchos de mi sangre han migrado hacia el norte (casi todos) en busca de oportunidades que han forjado con sudor. Una generación en mi familia habla inglés como primera lengua aunque la materna siga siendo el castellano. Y lo que quiero decir es que ninguna de las lenguas tiene ya una carga o arrastra el prejuicio en mí: conozco casos de trabajadores en Estados Unidos que hablaban maya y ahora hablan maya e inglés. Nunca pasaron por el español. Entonces separo a la gente no por lenguas sino por lo que son.

Pero los que piden que el Presidente hable “la lengua del patrón” siguen anclados en un México lleno de amargura, porque esas mujeres de cabello rubio no son rubias aunque se lo pinten; porque esos que les cargan las bolsas no son sus esclavos, aunque los traten como tal; porque hablar inglés o no hablarlo no nos vuelve mejores o inferiores. Es una lengua y ya. Los persigue el síndrome del colonizado: nadie exige a Biden que hable chino aunque China es hoy lo que Estados Unidos después de la II Guerra Mundial: una potencia colonizadora.

***

Ayer que Felipe Calderón tuiteaba sus preocupaciones sobre el Metro de la Ciudad de México me preguntaba cuántos años habrán pasado desde la última vez que se subió. Al menos 11 años. Encontré una foto de él con Marcelo Ebrard en la inauguración de la Línea 12.

Apenas unas horas antes se difundía un video del expresidente de fiesta en Madrid, cantando “Un velero llamado Libertad” de José Luis Perales. (Aquí abro un paréntesis: curioso que le cante a la libertad cuando su brazo derecho durante el sexenio 2006-2012, Genaro García Luna, esté preso por delitos que no pudo cometer, según una cantidad exhaustiva de testimonios, sin su anuencia). Es decir: desde la comodidad de España, Calderón opina de los problemas que sufrimos los mexicanos, muchos de los cuales pasaron por sus manos.

Y aquí encierra la paradoja mayor: los que generan el mayor volumen de críticas a la situación que vive el Metro son los que difícilmente usan el Metro. Nadie debe minimizar la problemática que atraviesa el transporte de millones de mexicanos, pero no es que se haya llegado hasta aquí sin el desgaste de años. Desde que llegué a la capital mexicana, el Metro sufre de saturación y abandono. Eso no justifica a Claudia Sheinbaum pero tampoco la hace la única culpable de cincuenta años de indolencia. Es lo mismo que con la violencia: los más grandes críticos de la actual estrategia son los exfuncionarios de Felipe Calderón que dejaron al país sumido en un espiral hacia el infierno. Les abren los medios para que griten nuestra desventura, y lo hacen sin remordimiento, sin un mínimo de pudor. Como si “El Mayo” Zambada (o el mismo García Luna) se quejara por el alto consumo de drogas.

Lo que falta en México es honestidad. Pintarte de rubio el cabello no te hace güero, así como quejarte del Metro o de la violencia no te exime de tu propia responsabilidad. Porque cuando pudiste no lo hiciste o lo que hiciste fue para empeorar las cosas. Porque cuando estuviste frente a la oportunidad renunciaste a ella o peor: fuiste parte del problema. Por eso el juicio contra García Luna es tan importante: de ser condenado en Estados Unidos se convertirá en uno de los mejores ejemplos de la hipocresía y el cinismo. Miles y miles de mexicanos han sido asesinados por la violencia generada desde Calderón hasta nuestros días, y ahora nos enteramos que los más violentos tuvieron siempre un aliado: el hombre sentado junto al entonces Presidente de México.

No se critica al Presidente porque no hable inglés: se le critica porque no aceptan que alguien “tan blanco y por lo tanto tan superior como Biden” batalle con un idioma que no entiende y que “alguien tan inferior como López” se atreva a andar por la vida sin entender cuál es su rol en ella, según ellos. Los que critican las fallas en el Metro sin siquiera saber qué es el Metro no se dan cuenta que, por ejemplo, de Polanco a Santa Fe y hasta los “country clubes” –una de las zonas más ricas de México y de América Latina– nunca ha tenido un subterráneo, y quiénes les sirven la sopa y les lavan los trastes y los calzones han sufrido más de un siglo para llegar hasta sus casotas.

Esos tan súbitamente preocupados, ¿se han preguntado cómo llega un mesero o un jardinero hasta Bosques de las Lomas si no hay Metro? ¿Se han preguntado, aunque sea por morbo, cuánto tardan sus choferes desde el paradero de Chapultepec hasta la Barranca de Barrillo o hasta sus propiedades, tan llenas de árboles y junto a las mejores embajadas y las mejores mansiones de los embajadores más poderosos de México? No se lo han preguntado porque no les importa: sus BMW bien caben por Avenida Constituyentes, ¿por qué habrían de preocuparse?

Como esos que marcharon tan preocupados porque supuestamente se quiere destruir al INE. Nunca les preocupó que Elba Esther Gordillo impusiera a un subordinado, Luis Carlos Ugalde, al frente del IFE. Nunca salieron de sus casas para exigir el paradero de 43 muchachos de origen humilde. Un país de simuladores, eso es. Simuladores con muy poca vergüenza y con colmillos tan largos como la más larga de las líneas del Metro.

Los mexicanos, todos, merecemos más educación (por aquello de aprender una segunda o tercera lengua), más seguridad y mejor transporte. Y son los gobiernos de izquierda los que tienen ahora mismo el poder para garantizarlo y a esos hay que exigirles que cumplan. Pero no deja de ser poderosamente chocante que los que tienen para pagar escuelas privadas, los que viven y viajan seguros; los que se enriquecieron por las oportunidades que les dio este país y los que tuvieron manera de hacer algo, ahora sean tan críticos y tan analíticos con los problemas de los más desposeídos. Es chocante.

¿Por qué hasta ahora tan críticos? Véanlo en un Alejandro Moreno, llamado “Alito”, asustado por los accidentes del Metro en la Ciudad de México, cuando aquí, a un lado, el Estado de México lleva casi cien años en poder de su partido, el PRI, y no tiene un solo accidente de Metro porque simplemente no tiene un solo kilómetro de Metro construido.

Como digo, hay mucha hipocresía, mucha indecencia. Pero que la derecha mexicana no tenga cara para criticar tampoco significa que los gobiernos de izquierda están salvados. No están salvados. De hecho, deberían sentirse más presionados. Porque si la derecha no hizo algo por los pobres, se entiende; pero si la izquierda no hace lo que debe de hacer por ellos, entonces será una desilusión doble.

El Presidente puede no hablar inglés, si no se le antoja. Sin embargo no es una cosa de antojos cumplirle a los mexicanos. Por el bien de todos, cumplirle a los más pobres, antes de que los simuladores desvergonzados que los ignoraron –o, peor, que los usaron– se paguen un cirujano que los haga lucir lindos y regresen al poder para seguir sirviéndose con la cuchara grande. Antes de que esos que han disfrutado tanto este país porque son simuladores profesionales atinen una y acentúen el México que tanto les gusta: con los más pobres en las azoteas, y los que tienen para el tinte rubio despreocupados, disfrutando las ventajas de vivir en un país desigual.

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