Alétheia
Por Jesús Gerardo Puentes Balderas
De conformidad con el artículo 4º de nuestra Constitución mujeres y hombres somos iguales ante la ley; sin embargo, en los hechos, derivado de una cultura patriarcal (machista), las mujeres han vivido discriminadas y en condiciones de desigualdad ante los hombres.
Su lucha por materializar los principios de igualdad, no discriminación y equidad les ha costado sangre, sudor y lágrimas desde la aparición del ser humano en este planeta hasta nuestros días.
El principio de paridad de género, en su más amplio concepto, no se restringe solamente a garantizar la igualdad entre hombres y mujeres en el acceso a cargos de representación política sino, también, a la igualdad y equidad en el acceso a los derechos civiles y su ejercicio.
A principios del Siglo XX, en México no se reconocía la capacidad jurídica de la mujer; su “libertad” estaba restringida a la voluntad de un hombre –el padre o su marido– y su actividad, tanto en el hogar como en el matrimonio, estaba restringida a un rol doméstico; no tenía, ni siquiera, derecho a participar en elegir a sus gobernantes.
Fue hasta 1947, en el sexenio de Miguel Alemán, cuando se reconoce a la mujer su derecho a votar y ser votada, limitado a los comicios municipales. El derecho pleno le fue garantizado en la Carta Magna hasta 1953.
La lucha por el reconocimiento de los derechos fundamentales de la mujer ha contribuido a un bien mayor: ha conseguido que se legisle en función de las diferencias sociales y que se cuente con leyes incluyentes que comprendan a los grupos vulnerables, las minorías étnicas y los colectivos históricamente excluidos.
De igual manera, ha logrado que el Poder Judicial de la Federación, vía la Suprema Corte y el Tribunal Electora, establezcan diversos instrumentos jurídicos para garantizar el derecho a ser votadas en condiciones de igualdad a los puestos de elección pública, a su permanencia en el cargo y al ejercicio pleno del mismo con todas las facultades inherentes.
Sin embargo, a pesar de existir más de una docena de tratados internacionales a favor del respeto de los derechos fundamentales de la mujer, el legislativo se ha resistido a establecer medidas firmes –en los hechos– por cuanto a la paridad de género.
El siglo pasado se presentaron diversas reformas electorales en los años de 1964, 1977, 1987, 1990, 1993 y 1996; es hasta este último año en que se fija la primera cuota electoral: ningún partido político podría postular más del 70% de candidatos propietarios de un mismo género.
Fue hasta la reforma electoral de 2008 cuando se incluye el principio de paridad de género, con la cual se obligaba a los partidos y coaliciones a registrar, al menos, el 40% de candidaturas de un mismo género.
Consecuencia inmediata de esta reforma y de la resistencia de los partidos políticos a reconocer que, el derecho de la mujer a ser votada, no se limita a participar como candidatas, sino al ejercicio pleno del cargo fue que, en la primera sesión de la LXI Legislatura (en 2009), ocho diputadas solicitaron licencia para que sus suplentes varones asumieran el cargo, acuñándose la figura de las “Juanitas”.
Ergo, derivado de lo anterior, en 2011 la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación modificó el Acuerdo del Consejo General del IFE por el que estableció los criterios aplicables para el registro de candidaturas a distintos cargos de elección popular que presenten los partidos políticos o las coaliciones, para el proceso electoral federal 2011-2012, obligándolos a que propietario y suplente sean del mismo género.
No obstante, los partidos políticos volvieron a encontrar un mecanismo para limitar el acceso de la mujer a la vida política del país: las postularon a candidatas en municipios y/o distritos electorales donde no tenían posibilidades de ganar.
Fue hasta 2019 cuando se logró garantizar los derechos políticos de las mujeres, cuando se estableció en 10 artículos de la constitución que, la mitad de los cargos de decisión deberían ser para las mujeres, no solo en los cargos de elección popular, sino en los tres poderes y en los tres órdenes de gobierno (lo que alcanza a la integración de los organismos autónomos, así como en la elección de representantes ante los ayuntamientos en los municipios con población indígena); además, se incorpora el lenguaje que visibiliza e incluye a las mujeres.
Recientemente -por conveniencia más que por convicción- en Coahuila, el 29 de septiembre de 2022, el Congreso aprobó diversas reformas al Código Electoral para considerar la igualdad, la equidad y no discriminación de la mujer en la elección a la Gubernatura el Estado; la adición de dos diputaciones por el principio de representación proporcional exclusiva para los grupos vulnerables, así como criterios de competitividad en municipios y distritos locales y castigo a la violencia de género.
Contrario a las opiniones que afirman que, con estas reformas, se dan privilegios a grupos específicos, en realidad se contribuye a lograr un equilibrio entre los grupos predominantes y aquellos limitados por las diferencias sociales y de oportunidades.
Toca ahora a la sociedad desaprender todos aquellos conceptos que han abonado a la injusticia y, en no pocas ocasiones, a la violencia de género. Contrario a la visión hoy imperante que desconoce la heterogeneidad de la sociedad (prefiere un amasijo informe llamada pueblo), quien esto escribe postula que no hay que buscar la igualdad a rajatabla en nuestro tejido social, sino combatir la desigualdad.