Por Arturo Rodríguez García
Entre los grandes pendientes del ejercicio en el poder de Andrés Manuel López Obrador, destaca uno: su inflexibilidad por cualquier posibilidad de diálogo y acuerdo público con las oposiciones a las que, además, convirtió en objeto persistente de denuesto sin acción.
Cada mañana, el expresidente blandía su dedo para señalar, imputar y adjetivar a sus opositores, a quienes decía no querer recibir por cuidado de la investidura presidencial, un fraseo que implicaba la transmisión a sus simpatizantes de su certeza de que, reunirse con opositores, predeciblemente resultaría en insultos, improperios o exhibiciones para perjudicarlo.
Lo repitió con insistencia también respecto a empresarios, periodistas y dueños de algunos medios de comunicación, reclamando lo que consideraba falta de apoyo en el pasado y en el presente, reforzando en cada oportunidad “la pérdida de privilegios”. En síntesis, todos para él eran corruptos si no apoyaban a su gobierno y sus acciones.
Frente a esa forma de hacer política no fueron pocos los que, abierta o veladamente, reprochaban el abandono del ideal de pluralismo democrático, sello distintivo en la génesis del movimiento que fue la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, luego el PRD en el que López Obrador construyó su perfil presidencial hasta escindirse y fundar Morena.
López Obrador se cerró aún más cuando sufrió una sanción leve aunque significativa por el nuevo equilibrio en el Legislativo, que impidió la realización de reformas constitucionales que para él eran importantes. Si acaso, un esbozo de diálogo se presentó en los primeros meses de Adán Augusto López Hernández, como secretario de Gobernación. Fue infructuoso porque se suspendió.
Para quienes simpatizaban con Andrés Manuel y la llamada 4T, esa conducta era justificada en el hecho de tener la mayoría electoral. Ciudadanos muchos bien intencionados pero neófitos de la vida pública y, por lo tanto, ajenos a la idea de que en democracia las minorías importan, que deben ser escuchadas y que, si bien es cierto el papel de la oposición es –una obviedad, claro está— oponerse, también es posible construir, alcanzar acuerdos y negociar, vocablos estos que ¡faltaba más! fueron proscritos durante casi seis años.
El resultado electoral del 2 de junio y la validación de la representación parlamentaria que confirmó la autoridad electoral, puso las condiciones para que el gobierno de Claudia Sheinbaum prevaleciera sin mirar a la oposición reducida, desgastada, errática y definitivamente, anecdótica.
Sin embargo, el cambio en el tono es notorio; la disertación matutina es más tersa y, aunque la aplanadora legislativa se ha patentado en reformas que quizás debieron discutirse más como la del Poder Judicial, es claro que el estilo discursivo es otro.
El sexenio comienza y la presidenta sigue en un proceso natural de consolidación de su propio sello. Pero en términos democráticos, quizás la señal más esperanzadora para una mayor apertura se dio el jueves, cuando la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, recibió a las bancadas opositoras.
Tanto la comunicación oficial como la de los senadores empleó un vocablo que en otro momento podría considerarse formal pero que hoy es notable: diálogo respetuoso. Esto es que, ni los opositores fueron insolentes como López Obrador hacía creer y la Secretaria, con tacto y mano izquierda, no tuvo necesidad de hacer sentir su mayoría, su fuerza.
Aún más. Hizo una oferta de diálogo y construcción de acuerdos, en un contexto en el que el cierre de filas es de primera importancia ante la amenaza que se cierne desde el norte.
Si es un avance, un primer paso o un gesto de cordialidad aislado, el tiempo lo dirá, pero también es dable asumir que un encuentro así no puede ser ocioso, que hay una decisión política y que, en ese sentido, el encuentro muestra a Rosa Icela Rodríguez con auténtica relevancia política en el nuevo sexenio y, por consiguiente, en figura clave de reconstrucción democrática para el país.
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