Por Alberto Aguirre
Muchos de los líderes progresistas que acudieron al cambio de poderes en México se sorprendieron cuando supieron que el bloque opositor a Morena fue cobijado por una “marea rosa”.
Dicho término aplicó en otras latitudes para denominar al torrente de gobiernos progresistas que llevó al poder a Luis Arce, en Bolivia; Pedro Castillo, en Perú; Alberto Fernández, en Argentina; Lula Da Silva, en Brasil y Gabriel Boric, en Chile.
Esa segunda oleada progresista quizá inició con la unción de Andrés Manuel López Obrador, hace seis años. Entonces —de acuerdo con esa narrativa— también se intensificó el trabajo de las fuerzas conservadoras.
Y México, apuntan, puede ser uno de los campos de esa cruenta batalla para la que la nueva dirigencia de esa formación izquierdista, en la que se estrenan Luisa María Alcalde y Andy López Beltrán, quizá no esté preparada.
Mario Delgado, con un audaz pragmatismo, convirtió al partido lopezobradorista en una avasalladora maquinaria electoral que tuvo su momento culminante, el pasado 2 de junio: Claudia Sheinbaum cosechó 30 millones de votos y la coalición izquierdista consolidó una mayoría en los cuerpos parlamentarios, que le permitirá aprobar el legado de AMLO (18 reformas planteadas el pasado 5 de febrero) y también, la agenda legislativa de la administración entrante.
La firmeza de ese aparato no estaría en riesgo en el corto plazo. Por la concurrencia del calendario electoral, pero sobre todo por la debilidad imperante entre las fuerzas partidistas.
Está, de tal calado que —de acuerdo con diversos representantes del progresismo internacional consultados que estuvieron este fin de semana en el país— ha quedado abierto un espacio para una formación partidista emergente.
¿El partido naranja, acaso? ¿O una nueva agrupación, como pretende un sector de expanistas y experredistas que respaldó las aspiraciones presidenciales de Xóchitl Gálvez?
La legislación electoral vigente no favorece el registro de un nuevo partido. Y lo más visible —por ahora— es la gestación de un movimiento libertario que buscaría seguir la tendencia predominante en el Cono Sur, que vio pasar a Jair Bolsonaro y ahora está encandilada con Javier Milei.
¿Pueden los partidos tradicionales —pulverizados y con pocos incentivos— ser capaces de recomponerse? ¿O las élites económicas ahora sí apostarán por un nuevo liderazgo? La última edición del CPAC en la Ciudad de México anticipó una radicalización de los grupos conservadores ante el fracaso electoral de la coalición “Va por México”.
En el 2024, Eduardo Verástegui tardó en responder al llamado. Ahora mismo, el único capaz de ocupar ese espectro es Ricardo Salinas Pliego. ¿Alguno de ellos aceptaría ponerse al frente de una versión local del Vox ibérico? ¿O llamarían a los liderazgos de la ultraderecha y de su tradicional expresión electoral a confluir en una alternativa distinta?
Ante la debilidad de la oposición, los aliados progresistas de Morena contemplan otro riesgo, aún mayor: la “colonización” del partido-movimiento que intentarían expriistas de reciente incorporación al proyecto, casi todos ahora arropados por el verde-ecologismo, que buscarían infiltrar al aparato partidista, con el apoyo de algunos gobernadores.
La verdadera marea rosa implica una segunda generación de reformas progresistas en América Latina, según anticipó el exmandatario boliviano Álvaro García Linera. Y también —como bien describió el exvicepresidente español Pablo Iglesias—para no exigir una lealtad eterna a electorados en perpetua transformación.
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