Tres encuentros fallidos con la muerte 

noviembre 5, 2023
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Por: Jorge G. Martínez Valero 

La muerte me está siguiendo desde el día en que nací, 

pero va a costarle mucho interrumpir mi vivir; 

la vida es un misterio, una permanente intriga, 

en aprender a vivir se nos va TODA la vida.

Facundo Cabral. Filósofo, trovador y sabio argentino. 

Pues llega, como inevitablemente cada año, nuestro celebérrimo día de muertos y hoy he querido traerles algunas reflexiones. Disculpen que en el presente caso no lo sea desde los espacios comunes, sino desde la personal experiencia relacionada con el tema.

Empezaré por decir que varias veces he tenido como cercana a La Parca, a través de algunas personas amadas que se adelantaron en el camino de vuelta a la eternidad; los más, mi abuela, la madre de mi madre que en realidad lo fue mía por haberme dado crianza en casa de mis padres, doña Catalina Gómez Salinas, la cual cuando yo tenía 17 años de edad decidió marcharse de regreso a la casa del Padre rodeada de su familia cercana y en una paz absoluta que me gustaría replicar en mi propia partida. El otro, un compañero y amigo de la universidad que igualmente decidió irse de este mundo apenas unos años después de haber terminado sus estudios de maestría, y cuya partida me dolió por haber sido uno de los mejores hermanos del alma que pude haber tenido en esta vida, y obvio, por su temprano adiós en el plano de lo terrenal hasta para la propia familia que él había formado, habiéndose marchado sin saber siquiera que su esposa estaba embarazada.

Sin embargo, ya en un aspecto más íntimo quiero traer al papel las tres veces que más conscientemente he estado yo mismo a punto de partir, las primeras dos por descuido propio, y la tercera a consecuencia de un imponderable que casi me (nos) cuesta la vida.

La primera fue cuando tenía seis años. Apenas lo recuerdo: venía de alguna tienda de deportes del centro de la ciudad y de vuelta a la entonces casa donde vivíamos, también en el centro, cuando al atravesar descuidadamente la calle de Hidalgo, cerca de la esquina con Múzquiz, un taxi me atropelló lanzándome varios metros adelante hasta caer en los escalones de una casa de la primera de las calles en mención, aterrizando, recuerdo, de fea manera, aunque sin perder el sentido y sin uno de mis zapatos. El mismo taxista, acompañado de algunos de los amigos con los que andaba yo en ese momento y una de las madrinas de mi hermana Mara, con la que fortuitamente me había cruzado y platicado minutos antes, me llevaron a la Cruz Roja donde se me hizo la respectiva valoración médica, dándoseme de alta casi de manera inmediata y sin que se me detectara dolencia o daño físico alguno. 

Ahí me recogieron mi madre y abuela, quienes me llevaron a casa donde me pusieron una regañiza de antología, castigándome de la peor manera que para mí existía y que era dejándome varios días sin permiso de salir a jugar, misma que mi padre magnificó cuando regresó él ese día que, según recuerdo, era sábado: me obligó a visitar esa misma tarde al pobre taxista que me atropelló. Éste se encontraba en el Hospital Saltillo, hoy Universitario, derivado de un coma diabético que le provocó la impresión de mi propio accidente. 

De lo sucedido, lo que más recuerdo vívidamente es la fracción de segundos que estuve en el aire a consecuencia del atropellamiento y la incertidumbre que me provocó en términos de vida ese involuntario vuelo, porque, aunque no entendía del todo lo que sucedía, siempre tuve claro mientras volaba, por supuesto en el limitado entendimiento a caber en mi cortísima existencia, que en dicho momento mi vida estaba en juego y que con el aterrizaje podía perderla; lo cual afortunadamente -por ello sigo aquí- no sucedió.

La segunda ocasión en que casi me toca reportarme con el de arriba fue algo parecido; ya que andando uno de esos días de invierno de enero del 83 haciendo algunas cosas personales en bicicleta, que era el único medio de transporte con el que contaba, intenté cruzar el boulevard Venustiano Carranza de poniente a oriente por el paso a desnivel que se hace con la calle de Francisco Coss y que desemboca en Presidente Cárdenas, aunque entonces corría en sentido contrario, es decir, era la calle de Allende que teniendo ruta de sur a norte, conectaba en dicho paso a desnivel con Venustiano Carranza; y como dije, al intentar atravesar dicha arteria, una camionetita de las llamadas Estaquitas también me atropelló, rebotando yo en el cofre, quebrando con la cabeza el parabrisas, yendo el de la letra a caer metros adelante del vehículo; no sin antes sumar algunos segundos más de vuelo a mi personal experiencia, donde ya más consciente de que nuevamente podía perder la vida en la caída, hice mi entonces esmirriado y delgaducho cuerpo “bola”, para girar al caer, y a la par de amortiguar el golpe, evitar golpearme la cabeza para no estar en una situación mayor de riesgo. 

De algo habían servido las tardes enteras que me la pasé durante el semestre previo en el club de lucha grecorromana de la High School a la que asistí en la ciudad de Helena, Montana, Estados Unidos, aprendiendo a caer sobre el tatami o colchón de hule espuma acondicionado para ello. Así sucedió, y allá voy de nuevo, siendo subido luego a una ambulancia otra vez rumbo a la benemérita institución y puesto otra vez a disposición de los galenos para valoración; y dado que entonces sí sufrí una pequeña fractura en el tobillo, al ser dado de alta también ese mismo día, llegué a casa de mis padres con férula y muletas.

La más reciente ocurrió el 29 de abril del 2022. Regresaba de una gira de trabajo por La Laguna con uno de los subdirectores de la dependencia en que trabajo y el administrativo que está asignado a la dirección y que cumple labores múltiples, entre ellas la del equivalente a secretario particular de un servidor. Apenas pasando Paila con rumbo a Saltillo, en un lugar llamado Santa Inés, la llanta trasera del lado derecho del vehículo en que nos transportábamos tronó supongo que por el calor, porque cuando las revisamos, como solemos hacer antes de salir, estaban todas en perfectas condiciones. El administrativo hizo gala de pericia en el manejo de nuestro descontrolado medio de transporte: evitó que invadiéramos el carril contrario y como pudo, viendo en estado de emergencia nuestro propio carril, logró salir por dicho lado de la carretera para terminar, después de dar tres piruetas, dos de lado y otra de frente, impactados con la valla protectora. 

Todos traíamos cinturón de seguridad y creo eso salvó nuestras existencias, la más de que en mi caso, nuestro conductor, al momento de estallar la bolsa de aire, interpuso su mano entre ésta y mi cuerpo para que yo sufriera el menor impacto posible, con sus debidas consecuencias; similar a lo sucedido en aquella escena de la película El lado ciego, protagonizada por Sandra Bullock, que narra la historia real de un muchacho adoptado por una familia de raza distinta a la suya que se convierte a la postre en jugador de futbol americano profesional, y en donde dicho muchacho cuando recibe como regalo de sus padres adoptivos un vehículo, al chocarlo, igualmente por instinto mete su mano que no va al volante entre su hermano menor y la bolsa de aire.

De entrada debo decir, que teniendo esas tres escenas de mi vida absolutamente presentes y no habiendo nunca perdido el sentido de lo que pasaba en los momentos que van las dos primeras veces del impacto por los vehículos a mi caída en tierra, así como durante la última desde que se truena la llanta hasta chocar con el muro de contención; sin que pasara tampoco, como suele decirse, película alguna de mi vida en cámara lenta y a la par en fracciones de milisegundo por mi mente, ni viendo yo en cualquiera de dichos momentos de incertidumbre luz alguna al fondo de un túnel que seguir. Lo que sí me sucedió en cada una de esas tres situaciones fue el descubrir que mientras se suscitaban tales escenas fuera de mi control, la vida parecía transcurrir en cámara lenta y cuando hablaba yo, como en la última ocasión, lo hacía según mi perspectiva de manera normal, pero me escuchaba hablando también muuuy lentamente. 

Lo más terrible: uno tiene siempre la sensación de estar asistiendo a su propia muerte, a una especie de su propio “prefuneral” porque sabe que no depende de sí mismo el salir bien librado de cada trance. 

Y respecto a esta última experiencia, mientras gritaba a pecho abierto que todo iba a ir bien, también a la par en silencio me puse mentalmente a rezar, rogando a Dios que no me llamara aún a su presencia porque todavía tenía, tengo, muchos pendientes que atender en esta vida, especialmente los concernientes a todo lo que tiene que ver con los tres hijos que tengo, y a quienes no desearía NUNCA dejar en el desamparo. 

Como dice la canción de Alfredo Olivas: “qué difícil es la vida cuando existe incertidumbre, y que feo sabe la muerte cuando se hace por costumbre”, leyéndose más delante en la letra de dicha canción: “por si acaso no la libro algo más quiero pedirles: no me entierren, no me cremen por si ya no quiero morirme, y es que en casos como este siempre tiendo a arrepentirme”. 

Mi padre afirma incluso en su tesis de examen de grado que aun cuando todos tenemos fecha de caducidad con la vida, la gente muere cuando decide hacerlo y creo que yo decidí en esas tres ocasiones no hacerlo todavía. 

La vida nos da una infinitud de maravillosas oportunidades momento a momento, de la gran mayoría no somos ni tantito conscientes; de algunas como las tres que cité sí, y lo vemos de la forma más cruda a través de esa cercanía perenne que tenemos de igual modo con la huesuda. 

Ojalá que cuando ésta última llegue nos tome trabajando y decida no llevarnos, tal cual sucedió en esa otra fantástica historia de Onelio Jorge Cardoso de nombre Francisca y la muerte. O en palabras llanas, como me dijo un buen amigo cuando se enteró de mi último accidente: “José, no es que no te tocara, sino que todavía traes pendientes por hacer y tienes cosas sin concluir”; a lo que yo rápidamente respondí: “Seguramente, mi querido amigo, el chiste está en descubrir cuáles son esas cosas para, o no terminarlas o no dejarlas de hacer a fin de que me dejen acá todavía un buen rato; que para disfrutar de mi propia inexistencia, tengo TODA la eternidad”.

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