Por Gonzalo Villanueva Ibarra
Donald Trump no improvisa; cada acto público suyo es un espectáculo calculado. A poco más de diez días de asegurar su regreso a la Casa Blanca, reúne en una sola escena a Jon Jones, Elon Musk y “El Rey” de Vicente Fernández sonando de fondo. ¿El resultado? Un performance cultural que, desde la sociología cultural de Jeffrey C. Alexander, refleja la compleja relación entre poder, símbolos e identidad en la política contemporánea.
En la narrativa de Trump, cada elemento cumple un rol simbólico. Jon Jones, ícono de la UFC legitima la fuerza y resistencia; Elon Musk, empresario estrella, encarna innovación y ambición; mientras que El Rey pareciera un guiño perverso a la nostalgia y el orgullo cultural mexicano. Pero aquí surge la contradicción: mientras Trump se apropia de estos símbolos para fortalecer su imagen, su discurso sobre los inmigrantes mexicanos ha sido históricamente excluyente y estigmatizante.
La presencia de Musk añade otra capa de complejidad. Como hijo de inmigrantes y empresario que depende de mano de obra latina, Musk representa un puente incómodo entre los ideales de Trump y la realidad económica de Estados Unidos. La fuerza laboral mexicana —clave en industrias como la construcción, la agricultura y, sí, la tecnología— ha sido tanto motor de progreso como chivo expiatorio en los discursos del expresidente.
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Desde la sociología cultural de Alexander, este acto no solo comunica ideas; dramatiza una narrativa en la que Trump busca reconciliar, aunque sea simbólicamente, las contradicciones de su base electoral. Por un lado, apela a valores nacionalistas y excluyentes; por el otro, reconoce implícitamente la influencia cultural y económica de los inmigrantes, incluso mientras los denigra.
El Rey como banda sonora de fondo resulta graciosa o problemática. Aunque podría interpretarse como una casualidad, o bien un homenaje a la cultura mexicana y al legado del peleador estadounidense, que refrendó su título de UFC. También es un gesto que simplifica y trivializa una identidad compleja, apropiándola para reforzar una narrativa personalista. En este drama, es difícil pensar que Trump asume un rol pasivo en el evento.
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Más bien, es un anuncio de su mandato como espectáculo posmoderno. El escenario político de Trump, como el de cualquier líder contemporáneo, está cuidadosamente diseñado: cada gesto tiene una intención y casi nada pasa desapercibido.
La política como performance no solo busca entretener, sino que también expone las tensiones sociales que pretende ocultar tras el brillo de los reflectores, legitimando a quienes logran comprender y manipular mejor las complejas dinámicas de las esferas civiles.
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